lunes, 1 de octubre de 2012

La conquista de América
H. N.

En la historia religiosa de la humanidad no debe haber, seguramente, perplejidad mayor que la que significan la conquista y colonización de América.
En 1552, Bartolomé de las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, describía las actitudes básicas de los colonizadores: “guerras injustas, crueles, sanguinarias y tiránicas… opresión sobre los hombres… con la más dura, áspera y horrible servidumbre bajo la cual jamás hombres o animales pudieron ser colocados”.
Grandes culturas fueron destruidas. Ciudades incendiadas y arrasadas. Mujeres violadas, hombres asesinados, poblaciones enteras obligadas a cambiar sus hábitos de vida, sus nombres, sus fechas, sus tradiciones, sus vestidos. En cincuenta años la población de América se redujo a su novena parte. Muchos murieron en la esclavitud de las encomiendas, muchos de las enfermedades nuevas: muchos se suicidaron.
Lo increíble, lo desesperante, lo que siempre gravitará sobre la conciencia de quienes somos cristianos como un aguijón en la carne, como un insoslayable dolor, es que esos horrores se cometieron en nombre y de la mano del Evangelio. Si la muerte de Cristo es un misterio abierto de una vez para siempre, en la América indígena esa muerte fue renovada en el sacrificio de millones de inocentes, en el signo de la explotación y la miseria.
Este dolor todavía subsiste. Quinientos años después del descubrimiento de estas tierras “… desde el seno de los diversos países del continente está subiendo hasta el cielo un clamor cada vez más tumultuoso e impresionante… Es el grito… que demanda justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales del hombre y de los pueblos…pidiendo una liberación… que no llega de ninguna parte… El clamor es claro, creciente e impetuoso…” (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: Documento de Puebla, nums. 87 a 89).
No hay recuperación del mal que no provenga del amor. La toma de conciencia de estos gravísimos abusos y daños sería un lamento ocioso si no fuera capaz de encontrar en los signos del propio Evangelio la buena nueva que descubra verdaderamente América, corriendo los velos de su dolor, de su dependencia, de su explotación y de su forzada pobreza.

Junto a los rostros de los indígenas está también ahora el rostro de los niños golpeados por la pobreza; el de los campesinos privados de la tierra; el de los obreros mal pagos: el de los jóvenes sin trabajo: el de los marginados y hacinados urbanos: el de los ancianos olvidados; el de los explotados y el de los perseguidos.

Nuevas palabras, ahora si bajo el signo cristiano de la paz y la justicia, del respeto y la promoción del otro, sin exclusiones, con todo el compromiso de acción política, económica, jurídica que ello propone, pareciera ser el único camino posible de liberación para el hombre en una América que espera, hace quinientos años.