viernes, 5 de abril de 2013

Enrique Lavié


Hace unos años con la muerte de Enrique Lavié, el país perdía uno de sus poetas más notables.


Lleno de una exquisita sensibilidad, podía expresar en versos que siempre constituían un hallazgo, el sentido de la palabra originaria que es aquella que se dice como si fuera la primera vez.

Prefería el soneto (el pequeño sonido) en el que su fe, su esperanza o su perplejidad cundían en amor más dulcemente: y finales que siempre dejaban esa extraña vibración de que aunque el poema hubiese concluido no concluía la emoción despertada por el creador.

Sus libros –Sirándula (1932), Música para el alba (1937), Breve jornada (1938), Diorama (1943), Memoria para mi soledad (Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires, 1948), Más allá de los límites (1960), La voz que no duerme (1966, prologado por Leónides de Vedin)-, marcan el desarrollo mágico de su canto.

El poema que se transcribe y que pertenece a su obra La voz que no duerme, expresa con extraordinaria dulzura el comienzo de un diálogo.

Se revelan en él, el asombro, la necesidad de vencer sus propios límites y la soledad que al juntarse con otra descubre un nombre nuevo, florece en amor.



No sé ni cómo, ni por qué, ni cuándo

No sé ni cómo ni por qué ni cuándo
llegó a mi soledad mientras dormía,
una lejana voz que me decía:
no desesperes de seguir amando.

(No sé ni cómo ni por qué ni cuándo)

Entonces tuve que seguir luchando,
navegar en la luz del nuevo día
y alcanzar en la eterna travesía
la otra soledad que estoy buscando.

(No sé ni cómo ni por qué ni cuándo)

En las hojas del viento suspirando
tu claro nombre me llegó cantando
y al quebrarse en el aire repetía

No te mueras aún,  sigue soñando.

Tu mirada hacia mi se fue acercando
y en los siglos del tiempo se perdía.

(No sé ni cómo ni por qué ni cuándo
llegó a mi soledad mientras dormía
la otra soledad que me decía
no te mueras aún, sigue soñando).

No sé ni cómo ni por qué ni cuando.