jueves, 18 de septiembre de 2014

Germán José Bidart Campos


El recuerdo de la vida de Germán J. Bidart Campos está estrechamente ligado a su obra jurídica.

A sus libros, a sus ensayos y artículos, a sus clases en la Facultad.

Y está bien que así sea, porque fue, en el más amplio sentido, un maestro del derecho.

No sólo en sus comentarios y críticas a las normas vigentes, sino como propulsor fecundo de sus cambios, cuando con ellos la dignidad del hombre, su paz y su libertad, se podían afirmar sólidamente en la práctica social.

Pero hay un aspecto poco conocido de su personalidad: el que se revela en su obra poética.

Una obra que en su sencillez extrema, aparece poblada de sonoridad,  de lirismo, de estremecedoras confidencias.

A los diez años de su muerte, ocurrida en el año 2004, rendimos homenaje al insigne jurista recordando su maravillosa poesía.


TU AUSENCIA

Quiero que me acompañes.
Estoy solo.
Tengo un poco de sol. Mucho de niebla.
Demasiado de polvo.
Pero vivo.
Quiero añadir tu tiempo a mi cansancio.
Dos seres juntos suman
un poco más de fuerza
para alcanzar el trabajo de la vida
hasta la muerte.
Dios y la soledad están conmigo.
Faltas tú, solamente,
en esta sociedad de mi silencio.


DESEO

Hoy me quiero sacar estos zapatos
que llevan forma de huella irreversible.
Hoy quiero descalzarme
del barro del camino.
Y dejar tantos años a la orilla
y sentarme a la sombra de tus ojos.
Y descansar del tiempo
que he perdido,
en esta sangre vieja.
Para empezar de nuevo.


SOLEDAD

Me has dejado un silencio de palomas muertas
que tenían un vuelo blanco.
En el ruido de un ladrido negro
oigo tu eco, que ya no tiene voz.
Me rompiste las miradas azules
que madrugaban en el amanecer de tu amor.
Hoy siento que mis ojos están empedernidamente ciegos.
Se me ha caído un niño de mis brazos estériles
como ramas de invierno.
Mi soledad tiene el olor a un cigarrillo ya fumado.
Y mi boca, la mueca que se acuerda de una risa nublada.


ENCUENTRO

Te encontré en el camino
del tiempo.
Las piedras eran duras,
y en sus aristas acres se mellaba mi cuerpo.
Tu llevabas un vaso entre las manos.
Me ofreciste beberlo.
Se anegaron de agua
mis pobres labios secos.
Mientras tanto, los lobos de la vida
me aullaban en silencio.
Tu palabra fue limpia y fue sincera.
Y sin error tu acento.
Yo recogí su voz continua y suave
en mis oídos herméticos.
Y apoyé mis palabras sin respuesta
en tu sílaba llena de sol nuevo.
Y con los ojos juntos miramos el camino
como un trazo, a lo lejos.
Desde entonces, el alma vieja y rota
tuvo venda segura para todo su duelo.