jueves, 18 de septiembre de 2014

Meditaciones del Quijote, de José Ortega y Gasset

En el prólogo de su primer gran libro, publicado en 1914, Ortega y Gasset escribe lo que podría considerarse el anticipo de toda su vastísima obra.

Se da en los filósofos, tanto como en los poetas, esa extraña capacidad profética de entrever junto a las ideas que trascienden cada cosa, la dimensión que tendrá el develarlas en su propio futuro.

Por eso y a pesar de las vicisitudes del vértigo en las que debió desplegarse (disímiles momentos políticos, sociales, geográficos), su pensamiento expresa la unidad estructural que va siguiendo caminos en donde la copresencia asume un intenso protagonismo. 

Precisamente por esa permanente revelación del otro (en y más allá de las circunstancias), evocamos algunos tramos preciosos de esta obra, en los que los fundamentos del diálogo ya se muestran anunciando su inefable significado.

El autor comienza destacando que sus ensayos son  -como la cátedra, el periódico o la política- modos diversos de ejecutar una misma actividad, de dar salida a un mismo afecto.

No pretendo, -dice con humildad-, que esta actividad sea reconocida como la más importante en el mundo: me considero ante mí mismo justificado al advertir que es la única de la que soy capaz. 

Esa capacidad es sin embargo muy grande y se muestra en el inquieto discurrir que propone: dado un hecho -un hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor-, llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su significado.

El tema del amor aparece de inmediato. Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de auxiliarla, para que logre esa su plenitud.

A esto tiende el amor: a la perfección de lo amado. Y es como si nos dijera en delicada amonestación: Santificadas sean las cosas. Amadlas, amadlas. Cada cosa es un hada que reviste de miseria y vulgaridad sus tesoros interiores, y es una virgen que ha de ser enamorada para hacerse fecunda.

Va, en consecuencia, fluyendo bajo la tierra espiritual de estos ensayos, riscosa a veces y áspera -con rumor ensordecido, blando, como si temiera ser oída demasiado claramente-, una doctrina de amor.

La contraposición con el odio marca todavía más su dimensión amorosa.

El odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y nues¬tra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu. Sólo existe para nosotros aquel punto de ella donde nuestro resorte de odio se fija; todo lo demás, o nos es desconocido, o lo vamos olvidando, haciéndolo ajeno a nosotros. Cada instante va siendo el objeto menos, va consumiéndose, perdiendo valor. Y luego, para que la contraposición se haga más ostensible todavía:

Lo amado es, por lo pronto, lo que nos parece imprescindible… Es decir, que no podemos vivir sin ello, que no podemos admitir una vida donde nosotros existiéramos y lo amado no -que lo consideramos como una parte de nosotros mismos. Hay, por consiguiente, en el amor una ampliación de la individualidad que absorbe otras cosas dentro de ésta, que las funde con nosotros. Tal ligamen y compenetración nos hace internarnos profundamente en las propiedades de lo amado. Lo vemos entero, se nos revela en todo su valor.

La inconexión es el aniquilamiento. El odio que fabrica inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad. En un mito caldeo viéndose la diosa desdeñada, amenaza al Dios del cielo, con destruir todo lo creado sin más que suspender un instante las leyes del amor que junta a los seres, sin más que poner un calderón en la sinfonía del erotismo universal.

Así obra el amor.   

…Es un divino arquitecto que bajó al mundo, según Platón, «a fin de que todo en el universo viva con conexión». (Banquete, 202e.)  

Llámase, en un diálogo platónico, al afán de comprender al otro que el amor expresa,  locura de amor (Fedro, 265, b3)

Estos son apenas fragmentos del prólogo de un libro cuya contenido versa, según el propio autor, sobre temas diversos: algunos de alto rumbo, otros más humildes y modestos. 

A este libro siguieron muchos en una obra vasta, prolífica, profunda.

De distintas épocas y trazos, conjugados en esa síntesis que puede definirse tal como Ortega y Gasset pedía: expresiones todas de amor intelectual.