miércoles, 16 de mayo de 2012

Adiós
H. N. 

Palabra simple, pequeña. Si se le aísla de un contexto de comunión con el otro, hasta podría parecer intrascendente.

Su conformación gramatical permite expresarla como un susurro, casi en silencio. Y es tan breve que se puede decir con una sonrisa.

Su uso habitual la ha atenuado hasta volverla sinónimo de locuciones que anticipan un reencuentro próximo, inmediato.

Es sin embargo una de las palabras más terribles y crueles, ya que significa el final de un diálogo, su muerte.

Si el amor es constante, es para siempre, el adiós es el desvanecimiento incomprensible, injusto de un proyecto de eternidad.

A partir del adiós uno y otro (uno u otro) inician caminos que se separan inexorablemente.

Se rompe, de pronto, una existencia compartida. Los lugares y los tiempos se separan. Quienes dicen adiós emigran hacia una región de experiencias y realidades que ya no comunican. Como si entraran en un país extranjero, ya no se ven ni se hablan. Ya no son el yo-tu del amor, el crecer juntos.

Queda por supuesto el recuerdo: el aroma tenue, el calor diluyéndose del cuerpo, la luz todavía viva de la mira. Pero el recuerdo no es el ser personal, único e irrepetible en si misterio. Es apenas una posesión pacifica, una cosa.

A veces los poetas (presintiendo que cada adiós desgarra todo el existir) hablan de él como de un momento provisorio, y esperan el reencuentro que de su noche emerja alguna vez.

Pero no sucede así, por lo menos en el indefectible tiempo de los hombres. Es imposible volver de la región del olvido. Se han anudado cosas que opacan las experiencias viejas, las trastornan, las mutilan. Y todas una multitud de vidas y experiencias nuevas, individuales, aisladas, ocluyen la posibilidad de un regreso.

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” (Neruda).

El adiós anticipa el sentido nulificante de todo mal. Y sugiere la compleja configuración del perdón que trata de remitirlo: que desvanece la culpa, libera del remordimiento, pero no puede regresar del pasado.

Si el amor es la presencia de Dios, el adiós (a quien su etimología remite y evoca) propone su inexplicable no estar, el incomprensible desvanecerse de su presencia.