martes, 10 de julio de 2012

La frontera


Dirección: Ricardo Larraín. Con Patricio Contreras, Gloria Laso, Alonso Vanegas.

Ramiro Orellana, docente, profesor de matemática, es relegado a una remota región al sur de Chile, por la dictadura militar en su país.

La insolente ironía en las preguntas de la custodia que lo traslada; la obligación de dejar constancia permanente de su estada en el registro de la delegación local y la ambigua actitud del párroco, que lo acepta en su sacristía bajo condiciones y lo encasilla como terrorista, marcan el inicio de un clima de agobio personal que la película cuidadosa, minuciosamente recrea y que se prolonga a lo largo de todas sus secuencias.

Los pájaros vuelan, el viento fluye libremente: solo el hombre está cautivo. Profesor, delegados que lo custodian, los humildes habitantes del pueblo, silenciosos, indiferentes, intensamente lúgubres.

Y después el agua. El agua que adquiere un protagonismo interno, casi mágico. El agua de la lluvia que se filtra por el pelo, por la cara y por la ropa, desnudando la patética soledad del exilio. Y el agua del mar que ha destruido todo el pueblo, que ha dejado las casas como ruinas y que amenaza volver hasta que vuelve, en la forma de un maremoto. El agua cuyos secretos trata de descifrar un buzo tan patético y extraño como la situación toda. El agua que separa a los antiguos esposos que hablan a los gritos, desde una orilla y una balsa que nunca podrán juntarse.

Ricardo Larraín ha compuesto una obra excelente con elementos sencillos: palabras coloquiales, una música apenas insinuada y una fotografía que corrobora plásticamente cada congoja hasta sus momentos últimos.

El pueblo semidestruido; la casa de comidas; la curandera; el sincretismo de los rezos, donde el avemaría se mezcla con palabras aborígenes; el viejo español encerrado en la fuga de sus sueños y retornos; ese baile entre hombres agobiados (una de las escenas más excelentemente logradas: es impresionante su capacidad de sugerencia de tanta soledad y tristeza) y una tangencial, compleja y fracasada relación de amor, son las piezas de esta obra en la que la libertad del hombre se expresa en una de sus facetas más dolorosas: la de su agobiada y múltiple mutilación.

Ramiro Orellana no podrá jamás salir de ese lugar. La segregación se ha incorporado a él, ha desgarrado y mutilado para siempre su existencia, y el patético final, la escena en la que antes los periodistas de la televisión reafirma la denuncia que lo hiciera condenar, abre el espacio de un tiempo circular, de un eterno retorno desde el que la libertad no podrá jamás volver.

Como profesor segregado por largos años en diferentes facultades no pude menos que emocionarme hasta las lágrimas. Era otra vez el agua, saliendo desde adentro, renovando el recuerdo de la locura del poder desorbitado. Esa dimensión de agobio y de horror que Larraín ha conseguido reflejar de un modo tan pleno, tan exacto, tan conmovedor, en este excelente film.