lunes, 11 de junio de 2012

Sobre el Derecho natural


Clase a los alumnos de Introducción al Derecho de la Universidad de Buenos Aires (*)
por GIORGlO DEL VECCHIO


He acogido entusiasmado la gentil invitación formulada por el egregio profesor Héctor Negri de la Universidad de Buenos Aires de hablar directamente (ya que la moderna técnica lo consiente) a sus estudiantes, de los cuales ya he podido apreciar la viva inteligencia y la enorme cortesía.

Hablaré brevemente acerca de un tema fundamental que ya vosotros, queridos jóvenes, conocéis, porque ha sido óptimamente tratado, en sus lecciones, por el profesor Negri y por otros egregios profesores de la insigne Universidad de Buenos Aires: el derecho natural.

Este tema es todavía objeto de disputas.

Yo expondré por sobre ellas mi propio pensamiento, guardando un sincero respeto por el pensamiento de otros, aun cuando no coincida con el mío.

Ya en tiempos antiguos fue afirmado que existe una ley natural, válida para todo el género humano, superior a las varias legislaciones positivas. La filosofía griega, especialmente la escuela estoica, Y jurisprudencia romana dieron clásicas expresiones a este concepto. Pero con ello el gran problema no fue resuelto, porque no solamente aparecieron siempre objeciones, sino que aun aquellas mismas fórmulas tuvieron varias interpretaciones y suscitaron nuevas arduas cuestiones.

¿Qué es la naturaleza? ¿Debe entenderse con esa palabra al mundo físico, o bien la estructura de la mente humana? Sin excluir que exista un nexo entre estos dos órdenes de realidades, Y admitiendo aun que él es participe de uno Y de otro, una contribución de suma importancia para la recta solución del problema fue dada por el mensaje cristiano, según el cual en el espíritu humano existe una impronta de eternidad: existe una "lumen rationis naturalis" como escribe Santo Tomás, una "impresio divini luminis in nobis". En ello consiste nuestra verdadera esencial naturaleza; mientras para nuestra existencia corpórea vale la dolorosa sentencia bíblica "nemento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris". 

Aunque absteniéndonos de entrar en argumentos puramente teológicos Y permaneciendo dentro de los límites del análisis científico y gnoseológico, podemos seguramente afirmar que existen en el espíritu de cada hombre ideas que trascienden los datos de los sentidos y que a diferencia de estos datos tienen el carácter de la universalidad y de lo absoluto. De ello, de que el hombre sea al mismo tiempo espíritu y cuerpo, perteneciendo casi a dos mundos, nace la perenne crisis de nuestra existencia, el anhelo nunca del todo apagado de ascender del finito al infinito. Vive en nuestra conciencia la ley eterna por la cual nos sentimos libres e imputables mientras la misma ley nos impone imperativamente el camino del deber y nos atribuye al mismo tiempo un derecho. 

Del mismo modo que existen principios inconcusos en la teoría del conocimiento, en la lógica y en la matemática, así también existen principios igualmente ciertos en la base de la moral y del derecho. ¿Puede, o mejor, debe el hombre atribuirse sus determinaciones en confrontación con el mundo externo?

La conciencia de cada uno lo afirma inexcusablemente. Aun sabiendo que el mundo físico rige la ley férrea de la causalidad, el hombre se siente libre y, por tanto, imputable en sus determinaciones. ¿Puede él y debe reconocer en los otros su misma cualidad de sujeto libre e imputable? También acerca de esto no existe duda. ¿Y qué significa ello, sino superar la propia individualidad y ponerla en un plano de reciprocidad ideal con aquélla de los otros?

La cualidad hiperfenoménica de persona se delinea así como exigencia primera y absoluta de la conciencia; donde no solamente se afirma esta prerrogativa por sí, sino que se pretende también de los otros el respeto, al tiempo que se advierte en el acto mismo el deber de respetarla igualmente en otros. La individualidad se sublima así en la universalidad; y en ella consiste precisamente el principio fundamental de la ética, que vale a priori para todo el género humano, aunque en la psicología y en la historia su reconocimiento se desenvuelve y se manifiesta sólo por grados.

Este principio fundamental da lugar, en sus aplicaciones, a dos especies de valoraciones y de reglas, según que se refiera al sujeto en sí mismo o bien a las relaciones entre sujeto y sujeto. En la primera especie (moral) eso significa para cada hombre el deber de vivir y obrar conforme a su naturaleza de ser racional, esto es, no siervo de las pasiones, para dar a cada acción suya aquel carácter universal, que es propio de la razón, de modo que no exista contraste alguno entre aquello que quiere para sí y aquello que querría para cualquier otro hombre en sus condiciones. De tal manera su personalidad se identifica con la humanidad en general; donde se aplican las eternas máximas: "no hagas a los demás lo que no quisieras que fuera hecho a ti" y "ama a tu prójimo como a ti mismo".

En la segunda especie (jurídica) el principio ético determina las relaciones intersubjetivas, consagrando de un lado la pretensión o exigencia concerniente naturalmente a cada hombre de ser tratado como ser racional, poseedor en sí del valor de fin; y sancionando, por el otro lado, la obligación de tratar a los otros conforme a esta exigencia.

Reconocer en sí mismo y en cada otra persona un idéntico espíritu y, por tanto, la subordinación a una misma ley, significa admitir el vínculo de la fraternidad entre todos los hombres; esto es, aquella. "societas humani generis" que, entrevista ya por la antigua filosofía, tuvo la más luminosa afirmación en el Evangelio.

Se deriva de esto que el derecho, en su más alta y pura expresión, vale decir como justicia, se confunde y casi se identifica con la caridad, porque es él también una forma de amor; y se diferencia únicamente en la medida en que determina el equilibrio y las condiciones de las relaciones sociales.

La esencia espiritual de la persona partícipe por la naturaleza del absoluto, es el valor supremo afirmado, en formas distintas pero coherentes tanto por el derecho como por la moral. <br />
Ninguna ley "ab hominibus inventa" puede abolir aquella íncita en nuestra naturaleza. Las aberraciones del humano arbitrio pueden violar esta ley, pero no destruir su ideal valor, que resta intacto sobre cualquier posible violación.

La extraña presunción de aquellos príncipes o gobernantes que llegados en sus respectivos estados al mayor poder, se consideraron libres de todo vínculo y de toda obligación, e impusieron su voluntad como ley absoluta, chocó necesariamente contra la conciencia de los pueblos, que no tardó mucho tiempo en sublevarse en el nombre de una ley más alta y verdadera.

La máxima de justicia, fundada en la ley natural, se especifica y se expresa en tantas cuantas son las direcciones de la actividad humana: a través de la serie de los derechos naturales del hombre y del ciudadano, formuladas ya muchas veces como se sabe, ya por singulares pensadores como por asambleas y sancionadas en las constituciones de los pueblos más civilizados y en diversos solemnes documentos internacionales. En todos estos documentos se ha declarado antes que nada que a cada hombre pertenece un derecho natural a la libertad la cual por otra parte debe ser armonizada y elevada a universal según la idea de una posible coexistencia. Existen así diversas especificaciones de aquel derecho fundamental, libertad de pensamiento, de palabra, de trabajo, de reunión, de asociación, etc. En conformidad con ello se han determinado, o se han intentado determinar, las funciones del Estado, al cual concierne confirmar y proteger la validez de los derechos naturales como presupuesto y condiciones esenciales de su legítima autoridad sobre los individuos. La justicia se presenta así en sus varios aspectos, distintos pero siempre coherentes entre sí; como justicia constitucional o política asistencial, contributiva, educativa, profesional o corporativa gremial, penal o reparadora, internacional, etc. Sólo en cuanto corresponda de tal manera a su misión el estado puede propiamente llamarse Estado de justicia, o como hoy se prefiere decir, Estado de derecho. Pero si inquirimos hasta qué punto se ha dado actuación positiva a estos conceptos, encontramos que esta actuación ha sido hasta ahora muy imperfecta sea en los estados particulares (singulares), como aun en las grandes organizaciones interestatales.

Nosotros no sabemos qué alternativas deberá atravesar el mundo; confiamos todavía en que el bien prevalecerá en definitiva sobre el mal, el derecho sobre la fuerza; que si la justicia debiese perecer, no valdría más la pena (afirmó ya con razón Kant) que los hombres vivieran sobre la tierra.

Contra el derecho natural se formularon no pocas objeciones, ninguna de las cuales, sin embargo, resiste a la crítica.

Muchos, por un simple prejuicio y una evidente "petitio principi" partieron del presupuesto de que la sola realidad era aquella fenoménica.

La negación de un orden de verdad superior al fenómeno estaba entonces implícita en la premisa y no era el resultado de tipo alguno de búsqueda o de demostración como se quiere hacer aparecer.

Aquellos que subyacen a este prejuicio estiman "reales", sólo los imperativos que emanan de los Estados o de autoridades visiblemente existentes y no aquellos que derivan de la razón o de la naturaleza humana.

Es notable, sin embargo, que aunque aquellos que profesan una así hecha opinión y niegan, por tanto, el derecho natural. admiten implícitamente los imperativos de la lógica, de la gramática y aun aquellos de la moral, bien que tales imperativos no hayan sido jamás deliberados por algún gobierno o por alguna asamblea.

Otros se fundamentan sobre la obvia observación de ]a mutabilidad de las leyes positivas para controvertir el concepto de un derecho universal y natural: como si no hubiese sido ya demostrado cómo se concilia la eternidad de ciertas máximas de razón con la variedad de sus respectivas aplicaciones en el curso histórico, aparte de que está fuera de duda que las leyes positivas pueden estar viciadas de errores, reconocibles a la luz de una verdad superior, que no quedan ciertamente anuladas por aquellos errores, así como las reglas de la matemática permanecen válidas aunque a veces se erra en las más simples operaciones aritméticas.

Los detractores del derecho natural han sacado buen partido de la inexactitud de ciertas fórmulas usadas especialmente por los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII, que muchas veces confundieron la prioridad lógica con aquella cronológica, dando aspecto de narración histórica a la deducción filosófica. Así, por ejemplo, la concepción, más o menos mitológica de un "status naturae" que habría precedido al estado de sociedad y los equívocos en torno al supuesto contrato social. Pero conviene considerar que el lenguaje impropio fue usado generalmente por aquellos autores por una especie de convención, mientras que en realidad la intención fue siempre la de proponer bajo aquellas fórmulas seudohistóricas un cierto programa político.

De cualquier manera todo equívoco fue recluido por la filosofía jurídica ulterior, que desde el fin del siglo XVIII ha definitivamente esclarecido el significado no histórico sino deontológico del derecho natural.

Este vale entonces como criterio y como ideal que no debe y no puede ser negado aunque el peso de las pasiones impida o retarde su actuación en los órdenes jurídicos positivos. La historia nos muestra, en los hechos, tanto en el derecho como en otros campos de la actividad humana, un alternarse de luces y de sombras, de progresos y regresos. Pero si bien debe mantenerse en guardia contra un exagerado optimismo. un examen atento nos lleva a conocer que las aptitudes, ínsitas en la mente y en la naturaleza humana, han logrado un cierto desarrollo aun en sus manifestaciones jurídicas a través de varias y no siempre progresivas vicisitudes.

Como la ciencia teorética pura y aplicada ha ciertamente avanzado aun en el alternarse de períodos de esplendor con otros de oscuridad, así los principios del derecho, implícitos en la naturaleza humana como vocación ideal han ido y vienen aun progresivamente actuando a través de innumerables esfuerzos a veces cruentos y no siempre victoriosos.

A tales esfuerzos tenemos el deber de contribuir con todas nuestras posibilidades, siempre mirando hacia aquella alta meta, o sea al despliegue de la justicia en el mundo, aunque la realización integral de ella aparezca todavía lejana.

(*) Grabada en Roma y difundida en Buenos Aires a los alumnos del curso de promoción sin examen a cargo del profesor doctor Héctor Negri.