martes, 10 de julio de 2012

San Pablo: el agradecimiento
H. N.

El diálogo con el otro advierte sobre una esencial gratuidad. Nos da más de lo que merecemos, más de lo que hicimos para que como diálogo se constituyera.

Cuando nuestra existencia se sorprende y admira por ello, nace el agradecimiento.

El agradecimiento es una de las experiencias religiosas fundamentales. Es una de las llegadas más claras del hombre a Dios.

El episodio existencial es este: cada momento supera nuestros méritos y nuestros deméritos. Nada de lo que hacemos o no hacemos alcanza para justificar ni para explicar los bienes que recibimos.

El otro se nos abre como amigo, como hermano, como pareja, como padre, como hijo. ¿Y quién podría merecer tanta alegría -tanta realidad del existir proyectivo y abierto- como la de ser amigo, hermano, esposo, hijo, padre?

Por muchas que hubieran sino nuestras virtudes, por grande el trabajo o el esfuerzo, tanto desborda lo que recibimos a lo que hicimos...

Ese es el momento de agradecer, el instante en que la balanza (como la de las viejas alegorías de la justicia) no sirve para nada. El momento en el cual solo puedo reconocer el don de lo que se me da, gratuitamente, y la gratuidad esencial del otro absoluto que lo motiva.

Todas las grandes religiones estructuradas han vitalizado y remarcado el episodio de la gratitud. Recuerdo en este momento por su especial significación en el cristianismo, a San Pablo.

Desde su conversión en el camino a Damasco, desde su nombre para siempre cambiado (como quien nace a una nueva luz): en cada momento de su apostolado, resurge en San Pablo la gratitud como respuesta inequívoca del misterio de la gracia.

Esto vale en sus momentos de dicha: pero vale también y especialmente en los padeceres y tormentos, de los que su existir fue una experiencia cotidiana. Viajes penosos y peligrosísimos, naufragios, enfermedades, decepciones, persecuciones, cárceles: "esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria..." (2 Cor. 4,17). Somos el templo del Dios vivo, escribe en 2 Cor. 6,16) y el regocijo es por eso mismo su señal personal frente a la adversidad. Y como la alegría está radicalmente enlazada con la gratitud, ese regocijo se convirtió en San Pablo en un permanente agradecimiento por la gracia recibida.

"Nuestro corazón se ha dilatado", escribe. (2 Cor. 6,11). "Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros" (1 Cor. 1,4). "Doy gracias a Dios que habló en lenguas..." (1 Cor. 14, 17). "Gracias a Dios por su don inefable..." (2 Cor. 9,15). "Dando siempre gracias por todo..." (Ef. 5,20).

Así en cada momento, multiplicadamente.

Dar gracias. En un mundo de dificultades tan complejas como el que nuestro tiempo presente nos plantea que parecen multiplicar a nivel popular y social los padeceres de San Pablo: con rostros de niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer, rostros de jóvenes desorientados por no encontrar un lugar en la sociedad, rostros de habitantes segregados y de campesinos relegados, de obreros mal retribuidos, de desempleados y de subempleados, de hacinados urbanos y de ancianos apartados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen (Puebla, 32-39), el agradecimiento pareciera ser algo difícil o imposible, o lo que es más grave: pareciera contradecir el reclamo por la justicia, que no solo no se hace agradeciendo, sino protestando, gritando con el grito de la cólera como dice el apóstol Santiago por la condena y muerte de los justos, o por el salario impago de los obreros (Sgo. 5, 4-6).

Y sin embargo: qué profunda y necesaria es la enseñanza paulina en este punto. Porque si la existencia del hombre es proyectiva, si como la filosofía dialógica reivindica permanentemente, existir es un hacerse nunca concluso, solo el agradecer (con la impresionante dimensión de reconocimiento en el otro y en el don gratuito de su presencia) podrá abrir aun frente a la noche más oscura, un horizonte de humanidad.