viernes, 9 de noviembre de 2012

Admiración-Asombro
H. N.

A pesar de su distinta etimología -y del hecho de que la segunda de estas palabras puede tener en castellano el significado negativo del temor-, el uso ha terminado por identificarlas y referir con una u otra la actitud existencial de maravillarse ante una presencia conmovedora, inesperada.

Con ese sentido, admiración y asombro son palabras sobre el diálogo, ya que expresan ese momento inefable del encuentro en el que cada existencia se revela constitutivamente abierta hacia el otro.

Me admiro y asombro: alguien llega. Alguien, a quien oscuramente buscaba desde el fondo impreciso de mis anhelos, se abre ante mí, me responde: y su voz no es confundible con voz alguna del universo.

Me trae la palabra, la esperanza, el misterio insondable de estar junto a mí.

Y entonces: la irrevocable debilidad de mi existir se vuelve fortaleza; la necesidad del otro como refugio se convierte en morada; el espacio deviene un ámbito; y las promesas que ya estaban implícitas en mi condición de persona (de ser para el encuentro) se abren como un inmenso caudal de amor y libertad, me constituyen, una y otra vez y para siempre, como un ser humano.

Me admiro y me asombro por el milagro de la llegada; por toda esa riqueza de respuesta a invocaciones tácitas, a esperas desveladas, a días sin descanso. Alguien llega y desde la pura región de la gracia me conforma, como ser personal y único.

Inserto como está mi ser en un marco fundamental de comunicabilidad (siendo como soy en el existir del encuentro) admirarme y asombrarme son los momentos iniciales de cada diálogo.

De allí en más, todo el misterio de la existencia como llamada y como tarea, como amor y como fidelidad, como búsqueda y como libertad, podrán desplegarse, proyectarse, tomar conciencia de sí.

Si cada encuentro con el otro me permite volver a nacer: y si además sólo ese encuentro me abre la inefable posibilidad de lo absoluto, corresponde decir que admiración y asombro definen un momento creatural.

Por eso, y no por razones casuales, Platón -que identificó la forma genuina del existir con el filosofar- las reveló a las dos en el comienzo de toda filosofía.