viernes, 9 de noviembre de 2012

La comunicación de las existencias, de Ignace Lepp

Trad. del original francés de M. Mercader. Ed. Carlos Lohle. Buenos Aires. 1964.

Es un libro notable: sugerente, diáfano, en el que profundas reflexiones sobre la existencia se desgranan en un lenguaje que bordea permanentemente el territorio de lo poético. A lo largo de sus páginas, con la evocación de nombres tan heterogéneos como los de San Agustín. Pascal, Hegel, Gandhi, Freud, Dostoievski, Kierkegaard (entre muchos otros), una aguda lectura de los tiempos va construyendo una cuidadosa, profunda parábola sobre el diálogo.

Lepp comienza con una fenomenología del estar solo y de las afirmaciones y negaciones que se enlazan con la soledad, tanto en su perspectiva individual como social. Continúa luego examinando la presencia del otro, los encuentros y desencuentros (las esperanzas y las frustraciones) que allega en la existencia abierta e intersubjetiva del hombre; prosigue con el tratamiento de la comunión universal; concluye con el de la comunión con Dios, que “… que reúne y unifica todas las comuniones particulares… llena todo… nuestro corazón… apacigua la sed de absoluto…” (pág. 160).

Diez capítulos integran esta obra: Descubrimiento del yo en la soledad (I); El yo descubre al otro (II); El enfrentamiento de las existencias (III); La influencia que esclaviza y libera (IV); La era de la solidaridad triunfante (V); Comunicación de las existencias (VI); Comunicación de amor (VII y VIII); Comunicación de amistad (IX); y La comunión universal (X). Armoniosamente trazados, cada uno de ellos desarrolla algún aspecto del complejo mundo del diálogo, de la preparación para el diálogo, de la frustración del diálogo o de su recuperación por el amor: siempre a través de comprobaciones y propuestas desplegadas con particular intensidad.

El libro, trazado desde la actualidad de un hoy especialmente complejo y preocupante, se abre de continuo en reflexiones que tratan de descifrar los rasgos universales y permanentes del existir. Y así,  a partir de la descripción de una facticidad adversa, que lo cosifica y aliena, que lo reclama para rechazarlo, Lepp describe al hombre contemporáneo como al hombre que busca la soledad para escapar de una masa que lo desgarra (sin valores personales ni unicidad ni libertad) tratando de recuperar su ser y la conciencia de su ser.

Pero la soledad es insoportable. Sus dos elementos constitutivos “… son la incomprensión y el sufrimiento…” (pág. 15).  “En su aislamiento, el (hombre) solitario se siente extraño a todo y a todos…” (id.).
“… Encontrar el medio de romper con la soledad que cada día se presenta más y más como una prisión (sin volver a caer en la masificación), es el problema de quien ha tomado conciencia de su soledad, y de la unicidad de su yo…” (pág. 20).

La pregunta por el otro se vuelve de ese modo necesidad de existencia. “… Mientras el Yo no encuentre un Tu con quien pueda acometer la creación de esa nueva realidad existencial que se llama Nosotros, la conciencia permanecerá encerrada en el malestar…” (pág. 19).

Es la búsqueda y el encuentro de esa experiencia nosística en la que se revelara la verdadera magnitud de la existencia auténtica.

“… La palabra de otro no implica en filosofía el no-Yo, lo que no es Yo, sino aquel que por su propia naturaleza es susceptible de acogerme…” “…Como yo soy una espera del Otro, así el otro es una espera de mi…” para que los dos formemos juntos una nueva realidad existencial, el nosotros.” (pág. 27).

“Ese encuentro con el Otro hace nacer en el corazón del hombre una emoción ambigua formada de esperanza y de temor” “…La comunicación con el otro puede arrancarme de mi aislamiento al permitirme construir con él el nosotros existencial…” Pero puede también destruirme (pág. 28).

Todo encuentro significa así, bivalentemente, un riesgo de existencia y amor.

Pero “…el hombre no puede satisfacerse con… relaciones extrínsecas… El anhelo más profundo de su naturaleza espiritual es la comunión personal…” (pág. 69).

Por eso, “delante de todo ser que cruza nuestro camino… hemos de adoptar una actitud de espera, casi diríamos de oración. Le pedimos y esperamos que nos descubra su ser intimo, que junte sus energías a las nuestras…” (pág. 159). Que no se cierre a recibirnos”.

A esa comunión intersubjetiva se agrega todavía una necesaria comunión universal, cósmica. En una comunión así “… se cumple la reconciliación del hombre y la naturaleza…” (pág. 158).

No se trata ciertamente de una fusión panteísta (que significaría la disolución de la existencia personal) sino un encuentro con la naturaleza que, sumiendo el sentido de la grave admonición de San Pablo cuando refería el dolor de toda la creación bajo el peso del pecado del hombre (Rom.8:22) favorezca la comunicación interhumana. Así la propone decididamente Lepp evocando a San Francisco de Asís y a Teilhard de Chardin.

Y sin embargo, por extraña paradoja, “…por profunda y universal que sea la comunión… jamás será cabalmente perfecta ni saciará la sed de comunión del corazón humano. En cada ser hay una intimidad radicalmente inaccesible a los demás (pág. 159).

“Hay una sola comunión que jamás decepciona … en la que nuestra soledad podrá ser superada de manera absoluta (pág. 160). Es la comunión con Dios. Al referirla, Lepp advierte, sin embargo, cuidadosamente, que ella “reúne y unifica todas las comuniones particulares y hace que no se combatan entre si, más contribuyan todas a la realización de una misma obra…” (pág. 60). Es decir, que no las abroga y nulifica, sino que las insta y las sustenta.

En este punto de la comunión en el que se resumen todas las comuniones queda abierta todavía un último grado una perplejidad de existencia: la comunión con Dios es difícil y muchas veces dolorosa, al menos “… mientras la santidad no se haya establecido sólidamente en el alma del hombre…”.

Y así la ausencia de Dios “…constituye el más intolerable de los suplicios…” su presencia resulta muchas veces acongojante.

Sugestivamente, los últimos párrafos de este impresionante libro de Lepp remiten otra vez a la búsqueda de la soledad y de otras comuniones finitas, que van alargando las vicisitudes del tiempo que espera a la eternidad.