viernes, 9 de noviembre de 2012

Carlos Mastronardi

Una inmensa dulzura, una tristeza buena, inaferrable, dejada tras de sí por cada palabra, hacen de la obra del poeta entrerriano Carlos Mastronardi una maravillosa ocurrencia inagotable (“En el ámbito del poema, tanto el ordenado propósito como la esencia visible, suelen ser bienes ulteriores derivados…”) Se muestra en Tierra amanecida (su primer libro de poemas, 1926), en Tratado de la pena (1930) y acaso como en ninguna otra de sus obras, en los encantadores poemas que integran su Conocimiento de la noche (Premio Municipal de poesía, 1937). De este último libro (Ed. Raigal, Buenos Aires, 1956), precisamente, hemos tomado esta excelente poesía, que describe de modos inmensamente sutiles la crepuscular entrega de un encuentro parecido a una sombra.



Últimas tardes

La alta mujer dolorosa
venía del sur y estaba muerta,
el cansancio era dueño de su voz
cuando presenciaba la esperanza
creciendo hacia las tardes
en cuya luz indescifrable
el solitario anhelo perduraba
como un reino sin púrpura ni cetro.


Alguien la empobrecía desde lejos
ignorando las llaves
que franquean las ricas esperas
y los mecidos cielos,
tal vez era la sombra de una antigua delicia.


Las manos, las manos olvidadas,
las unidas y suaves perdiciones
y los queridos ojos sin codicia,
que ganaban y perdían el mundo,
serenos, y sabiendo.


Recuerdo aquella voz apenada y amiga,
y la ciudad, de pronto, incierta y decaída
bajo un cielo gastado y entre adioses.
Entonces parecía que cesaba una música.


La alta mujer, la rosa desganada,
tal vez aquella tarde
miraba desde un tiempo recóndito y futuro,
y un lúcido silencio se volvía,
un desierto esplendor, un descuidado mundo.


Para que la tristeza tuviera un hombre
yo me ofrecí a esa luz cordial, a esa callada.