Acerca de la ley
H. N.
Si uno de los rasgos con que se identifica a la
posmodernidad es que en ella sólo caben un pensamiento y una voluntad débiles y
fragmentarios, fuerza es reconocer que esa debilidad y esa fragmentación
alcanzan en torno a la ley humana –al menos en nuestro país- dimensiones
sobrecogedoras.
De normas generales y abstractas, estables,
portadoras de valores que proyectaban la armonía de las sociedades (leyes que
excluían la arbitrariedad y aventaban el despotismo) hemos pasado, insensible,
rápidamente y hasta con desaprensiva alegría, a fórmulas de desencanto:
inciertas, inestables, desprolijas. Leyes dictadas hoy para ser derogadas
mañana. Leyes cuyo número se ha multiplicado hasta lo irrecuperable. Leyes
frívolas, improvisadas, adiáforas. Leyes de origen unipersonal con la forma de
decretos. Leyes que no se cumplen o que sólo pueden cumplirse mal.
La posmodernidad significa sin embargo sólo el final
de una época exhausta: no el final del hombre ni de su historia. Y así como los
tiempos del hombre no pueden ser definidos sino provisoriamente por un “pos”,
tampoco pueden quedar ligados a la perplejidad y al desconcierto. La existencia
personal (dialógica, proyectiva, ética, histórica, libre, comprometida,
trascendente), sólo puede comprender este momento de perplejidad, por intenso
que sea, como una instancia de fracaso que debe ser recuperada.
La existencia humana se asienta sobre ciertos
valores que el hombre no podría negar sin negarse a sí mismo, aún en los
momentos en los que el paso de una situación histórica a otra pueda en alguna
manera confundirlos.
(Por lo demás, estos tipos de crisis suelen ser
vividas especialmente a niveles intelectuales. Aún sin negar el carácter
especular de esos procesos de la cultura, la vida cotidiana suele presentarse
con exigencias concretas que no dejan tiempo al desconcierto: quiero decir, el
pobre, la viuda, el enfermo, el peregrino, siguen llamando a mi puerta: sus
rostros no entienden el silencio que alcanza a fundar mi desesperanza. Jamás
podrían aceptar que la respuesta a la llamada se encuentre ocluida por la
perplejidad…)
Entre esos valores que no pueden desconocerse está
la ley.
Me he resistido siempre a ver en ella la
identificación total del derecho. He dicho más de una vez que el derecho no es
el prisionero de la ley y que supera a la ley por todas partes. He recordado
con frecuencia aquella frase de San Pablo acerca de que el amor es su plenitud
(Rom. 13.10) y aquella otra que propone a los cristianos la liberación de la
ley (Rom. 6.14). El derecho es el diálogo, no su formalización.
Pero tengo clara conciencia de que la ley resulta
indispensable (aunque sea por la dureza de nuestros corazones: Mt.19.8) para
crear condiciones que permitan la realización del hombre. Que la impersonalidad
de su fórmula permite sostener la personalización de sus destinatarios. Que su
hipotética abrogación conduciría a la opresión. Que en las condiciones actuales
de existencia, un mundo sin ley sería un mundo de arbitrariedad.
Esa necesaria ley no ha sido abrogada en su totalidad,
pero ha sido dañada ontológicamente, trasmutada, desgarrada en su interior más
profundo. Queda parcialmente su sombra.
Aparecen –y debe advertirse todo lo tremendo que
ello significa- leyes que no son leyes, leyes que sólo tienen la identificación
exterior de su número o de la fórmula de su promulgación y el rasgo (que a
partir de allí se vuelve meramente externo), de su fuerza coactiva. Es una
desvalorización interior, una nulificación, que, por lo demás, pareciera
vivirse sin tragedia.
No es el amor el que ha desbordado a la ley hasta
volverla inútil, ni la vida cristiana que la ha desplegado hacia su propia
escatología. No: es sólo la perplejidad del desaliento que desconoce a la ley
sin reconocer al amor.
Detrás de esa ley herida se esconden las redes del
puro poder.
Quisiera por ello reivindicar brevemente algunas de
sus notas esenciales (aquellas que me parecen más dañadas y olvidadas), que
tanto la sabiduría popular como la científica y la filosófica han reconocido
históricamente en la ley.
Y trataré de hacerlo desde su propia etimología (las
etimologías suelen proporcionar una inefable riqueza: conjugan lo predicativo
con lo antipredicativo, lo que se razona y discurre con lo que se intuye y
actúa. Están al margen de la perplejidad porque anudan, en un vocablo,
sabidurías de generaciones separadas por siglos y hasta por una distinta
captación de la verdad. Constituyen una ilación que verifica empíricamente la
secuencia de historicidad del lenguaje).
Esta etimología se abre, para la ley, en tres líneas
clásicamente recuperadas. Más allá de toda discusión filológica sobre la
posible prioridad de una sobre otras, las tres han quedado incorporadas
internamente a la cultura jurídica y pueden proporcionarnos elementos para una
reflexión ulterior.
La primera de ellas es la que deriva a la ley de
legere, porque se escribe para que pueda ser leída. (Es la etimología que
destacaba Cicerón en el uso vulgar, y que ha trabajado cuidadosamente San
Isidoro de Sevilla). Recordarla lleva a recobrar, precisamente, dos de los
rasgos más desconcertantemente preteridos en la ley hoy: el de la claridad y el
de la permanencia.
No es posible leer lo que es oscuro o lábil. No se
pueden leer letras que se mueven o que se diluyen y se borran. No se pueden
leer palabras confusas sin confundirse.
Nuestras leyes de hoy han asumido esa extraña
peculiaridad: han traicionado al legere. En su variedad y promiscuidad ni los
abogados y jueces conseguimos a veces discernir con seguridad cuáles están o no
vigentes. Sus contenidos se muestran herméticos, abiertos a las
interpretaciones más dispares; y el uso mismo de lenguajes técnicos ha
resultado con frecuencia negativo, porque ha aventado su sencillez, volviendo
su texto incomprensible para el común de las gentes. En su falta de certidumbre
se ha cumplido la admonición de San Isidoro (Etimol. 1.5 c.21): se ha ocultado
el engaño.
Pero no es solamente el a legendo el olvidado. Hay
también una segunda línea etimológica contemporáneamente desconocida en los
hechos. La del a eligendo (delectus, deligere, elegir), que recogían entre
otros Séneca y San Agustín.
La ley es una elección de la libertad. Y esto vale
doblemente no sólo para cada ley en particular, sino en general para la cultura
de la ley. Toda ley significa una opción de valor y toda legalidad la concreta
afirmación de que en una cultura determinada ha quedado proscripta la
arbitrariedad.
Esa radical exclusión de lo arbitrario está también
hoy sumamente debilitada. Las leyes han perdido su generalidad y con ella su
ordenación al bien común: se han vuelto sectoriales, leyes de grupos
segmentados dentro del grupo social total.
La igualdad ante la ley desaparece en la medida en
que las leyes se fragmentan según sus destinatarios. Este es otro signo
doloroso de la época.
Y hay todavía una tercera línea etimológica
desbordada: la del ligando (ligare, atar) receptada por los maestros
escolásticos del siglo XIII, incluyendo a Santo Tomás.
La ley como ligare expresa a su vez su
obligatoriedad. Esa obligatoriedad de la ley deriva de su vinculación con los
valores morales que se tratan de realizar con ella. Es una obligatoriedad
estrechamente vinculada con el eligendo. La ley ata, antes que por las
sanciones que habitualmente acompañan a su eventual violación, por su
referencia a valores.
Su obligatoriedad es por sobre todo ética. La ley
jurídica es una realización (sin duda específica y con limitaciones, pero
radicalmente cierta) de la dimensión ética del hombre.
Al improvisarse la ley, al sectorizarse, al volverse
frágil y poco duradera, su ligamen al valor se debilita. La ley parece más
atada a exigencias de momento o a determinados intereses que a un proyecto de
realización verdaderamente humano. Se ha desmoralizado. En esas condiciones,
las sanciones por su transgresión se trasladan a su núcleo: la ley pasa de ser
un esfuerzo moral de la libertad a ser un mero orden coactivo.
Es necesario recuperar la ley. Si su vaciamiento
ontológico es signo de las dificultades de la época, el desafío que la
perplejidad propone sólo puede ser resuelto con una recuperación de sus
posibilidades y riquezas. Las mismas que proponen sus variadas etimologías.
Es necesario volver al a legendo, al a eligendo y al
ligando, lo que quiere decir recuperar, para la existencia dialógica del hombre
la ley, con su claridad, su permanencia, su opción de valor y su ligamen para
la libertad.