martes, 29 de abril de 2014

La historia como progreso, de Bernard Delfgaauw
Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1968

Se trata de un libro lúcido: frontal, claro. Particularmente intenso, obliga junto a cada reflexión a que el lector se defina, en orden a afirmaciones en las que la capacidad de síntesis permite admirar una inmensa vastedad de proyecciones. Sus tres tomos abarcan el tema de la aparición del hombre (resuelto desde la ontología de la historia), las perspectivas estática y dinámica de la historia del hombre y la metafísica y la teología de la historia. El autor, profesor de Filosofía en la Universidad de Groninga y uno de los pensadores cristianos laicos más prominentes de este siglo, revela fuertes raíces teilhardianas “…nos indujo a escribir…Le Phenomene Humain de Teilhard de Chardin…” (introd. Pág. 12) “…una exposición filosófica tiene que arrancar del punto en que se detuvo Teilhard…” que el empleo riguroso de categorías ontológicas y fenomenológicas proyecta en una excelente filosofía de la historia.
Los prolegómenos cuyo comentario seguidamente hacemos, constituyen la iniciación de la obra.
Prolegómenos
Quien desee escribir sobre el progreso –expresa Delfgaauw en su introducción- tiene que plantearse algunas cuestiones que son naturalmente previas.
Dos de ellas son especialmente complejas: ¿no presenta la situación actual del mundo aspectos de ilibertad e inhumanidad que resulta hasta intolerable hablar de progreso? Otra: ¿no quedó definitivamente descartado el problema del progreso después de los sueños de los siglos XVIII y XIX?
Esas preguntas son varias veces formuladas en el transcurso de la obra y van teniendo una progresiva respuesta.
A lo largo de todo el tiempo de la humanidad vemos a cada paso ejemplos reiterados de privación de libertad, de injusticia, de inhumanidad. Así también ocurre en nuestros días. Sin embargo nunca ha sido tan fuerte y universal como en nuestro siglo la protesta contra ellas. Y acaso como nunca haya existido una conciencia tan clara del valor del hombre, de su dignidad. Y esto no sólo faculta a hablar sobre el progreso, sino que de alguna manera vuelve moralmente indispensable el tratamiento renovado de su problemática.
La idea del progreso, que venía preparándose desde el Renacimiento, se impuso despúes irresitiblemente, imprimiendo –especialmente en la cultura occidental- un optimismo no desprovisto de superficialidad. Hasta que, ya en este siglo, se precipitan insospechadas catástrofes: dos guerras mundiales, la crisis económica, la puesta en juego de medios de opresión cada vez más poderosos. Al optimismo ha seguido el desaliento, un pesimismo tan universal como el optimismo al que sustituía.
Sin embargo, uno y otro estado son igualmente contradictorios (e irracionales): optimismo y pesimismo (si no constituyen un vano ejercicio de emociones momentáneas) prefiguran una historia ya determinada, hacia su éxito o hacia su fracaso.
Es decir, prescinden de la dimensión de la libertad, sin la cual la historia misma carece de sentido.
El problema del progreso, en cambio, es otro: el problema de la humanidad que decide sobre su propio desarrollo. El crecimiento es cosa de la libertad. Libertad que se realiza a sí mismo y al mismo tiempo, descansa en sí misma. La cuestión del progreso lleva a la misma entraña del problema filosófico del hombre, porque remite a la libertad.
Esas preguntas previas anticipan el núcleo general de una respuesta: la actualidad permanente del tema y la posibilidad de encararlo aún a pesar de graves contratiempos sociales e infortunios viene dada porque progreso en el hombre mismo significa progreso en lo que caracteriza al hombre como hombre en el mundo que es su libertad: “…entendemos progreso en el sentido de crecimiento de la libertad…” (pág.9. El concepto es luego reiterado permanentemente).
Historia
La palabra historia designa frecuentemente el transcurso de los acontecimientos, la marcha del acaecer humano, total o parcial.
Las más de las veces, para referir lo ya pasado de ese acaecer y para la reflexión que lo referencia. Un concepto de historia debe incluir sin embargo, para no incurrir en reduccionismos, también el porvenir.
La historia como ciencia
La ciencia no dirige la mirada a sí misma sino a la realidad que es su objeto.
Proporciona un conocimiento de un sector de la realidad: pero esa realidad sigue siendo trascendente con respecto a ese conocimiento. Si llegara un momento en que toda la realidad pasara al saber, la ciencia habría terminado. Ciencia es siempre descubrir lo desconocido, que se revela al conocer.
La ciencia de la historia describe la marcha de los acontecimientos. Lo que sabemos de la historia lo debemos al juego combinado de recuerdo, tradición, mito y ciencia. Pero únicamente la ciencia nos proporciona el conocimiento real de la historia.
La historia como realidad
La ciencia histórica nos hace conocer una realidad que cambia: el universo, la vida, la humanidad se modifican. En esa transformación existe un orden: lo primero es la historia cósmica. Luego la vital. Por último la humana. Pero en esa sucesión, la etapa siguiente no elimina a la anterior. Las etapas de la historia están enlazadas entre sí y perduran simultáneamente. La sucesión cronológica indica una continuidad discontinua y refleja transformaciones estructurales.
Esa continuidad discontinua es la evolución, porque de lo inferior se origina lo superior: de lo inerte lo viviente, y de lo viviente el hombre. La evolución ascendente de lo inferior a lo superior es progreso. El progreso desde el punto de vista cósmico es aumento de la complejidad de la estructura corpuscular; desde el punto de vista vital, aumento de la conciencia vital; desde el punto de vista humano, aumento de la libertad. El aumento de complejidad es progreso porque por ese camino se origina el hombre. El aumento de la libertad es progreso, porque por ese camino llega el hombre a ser el mismo.
La historia como filosofía
Si se afirma que el aumento de la libertad es progreso, es preciso mostrar, en primer lugar, que en la historia de la humanidad puede descubrirse un aumento de la libertad. Y luego, que ese aumento de la libertad puede calificarse como progreso.
La primera cuestión remite a la fenomenología. La segunda, a la filosofía de la historia.
La fenomenología trabaja con un concepto provisional de la libertad elaborado por la filosofía. Si el progreso es progreso de la libertad, el propio progreso depende de la libertad: no está predeterminado en el sentido de que no sea libre.
La filosofía de la historia puede ser ontología o metafísica.
Es ontología a título de reflexión sobre la marcha del acaecer, partiendo de ese mismo acaecer y de un modo inmanente a la propia historia. Es metafísica en la medida en que enlaza la marcha del acaecer con una realidad que, por principio, está fuera de la historia.
La cuestión referente al progreso corresponde a la ontología de la historia porque el progreso como tal se opera dentro de la historia. Teniendo en cuenta que la realidad humana es prolongación de la realidad vital y cósmica, la ontología de la historia es idéntica a una ontología de la realidad.
La historia como progreso
El problema del progreso plantea la cuestión relativa al hombre. No sólo al hombre como individuo, sino al hombre en la humanidad. ¿Llega a a ser la humanidad cada vez más humanidad?
Inmanencia y trascendencia
Si pudiera mostrarse que hay progreso en el sentido de la última pregunta, se pondría de manifiesto el sentido inmanente de la historia de la humanidad. La historia no sólo tiene sentido desde un punto de vista que la trascienda (como por ejemplo el de la escatología cristiana) sino también en sí misma.
El sentido inmanente y trascendente deben mantenerse deslindados, pero no separados.
La atribución de sentido en la historia guarda analogía con la atribución de sentido a la vida del hombre individual. También en esta hay que deslindar el sentido inmanente del trascedente, pero sin separarlos. Sólo aplicando consecuentemente este criterio es posible preguntar qué relaciones intrínsecas existen entre ambas clases de atribución de sentido.
La historia como futuro
La cuestión relativa al sentido de la historia se refire a la dirección de sus modificaciones. Si se considera que el sentido de la historia es progreso, se entiende que la historia se encamina en una dirección. (Esto no quiere decir que el progreso avance siempre en línea recta, sino que la historia, la marcha de los acontecimientos, vista con suficiente perspectiva, revela que el progreso es la dirección dominante). Existen también retrocesos y estancamientos, pero el progreso domina y esto significa que el universo presenta un crecimiento de la libertad a pesar de todos los movimientos opuestos a ella).
Ahora bien, si la filosofía de la historia trata de dar sentido a la historia, es decir, a la marcha de los acontecimientos desde el pasado hacia el futuro, nunca es únicamente contemplación de lo pasado sino que mira constantemente a la totalidad del acaecer. Lo futuro, en consecuencia, pertenece a su esfera, como lo pasado.
Cabría objetar que ningún futuro es todavía y que no podemos pronunciarnos en absoluto sobre nada futuro. Pero el modo en que lo futuro, como tiempo que prosigue su marcha, no es todavía, es un modo de todavía-no-ser completamente distinto de aquel en que el final no es todavía. Sobre este último final (salvo que dependiera de la propia humanidad, como posible fin prematuro que la propia humanidad pueda causarse a sí misma) su tema rebasa completamente el contenido de la filosofía como historia.
La historia como pasado
Así como la filosofía de la historia no puede ocuparse con sentido del final de la historia, tampoco puede ocuparse del primer origen de la historia. Del período inicial de la historia puede afirmarse lo mismo que del período final: se sustrae a nuestra mirada. Comienzo y final nos son conocidos sólo indirectamente. Sobre la base de ese doble límite es indispensable inferir del pasado una dirección y preguntarse si ésta continuará en el futuro.
Realidad dinámica
Desde cierto punto de vista, la historia de la humanidad puede considerarse como paso de una interpretación estática de la realidad a una interpretación dinámica. La aparición de la concepción dinámica, aunque con matices todavía muy imprecisos, es fortalecida por dos concepciones religiosas: la judía y la cristiana, con la esperanza en la llegada del Mesías o de segunda venida de Cristo, que dinamizan la historia en dirección a lo futuro. En el siglo XVII, tras laboriosa preparación en los siglos precedentes, ciencias como la historiografía o la filología van familiarizando, paso a paso al hombre, sobre el carácter finámico de su realidad.
Esa interpretación dinámica significa, en su acepcióm más lata, entender que para la realidad son esenciales el movimiento y la transformación. Transformación presupone unidad y variedad. Lo que se transforma sigue siendo lo mismo y es sin embargo diferente. Si no fuera lo mismo no habría transformación sino sustitución de una cosa por otra. Nos transformamos porque somos diferentes a como éramos hace veinte años, o aún hace unas pocas horas. El universo se transforma porque es el mismo universo que se modifica en cantidad (expansión) y cualidad (entropía).
Historia y humanidad
La filosofía de la historia aspira a la compresión de una realidad sin par: la libertad de la humanidad. Por consiguiente la ontología de la historia se encuentra ante la cuestión de decidir qué es la humanidad.
Si humanidad fuera sinónimo de suma de los hombres, su unidad no sería mayor que la de cualquier suma de cantidades homogéneas. Pero no es así. La filosofía de la historia sigue siendo diferente de la antropología filosófica, aún sin excluir su recíproca vinculación: la humanidad sólo puede comprenderse como unidad estructural de los hombres y el hombre solamente como miembro de la humanidad. Los conceptos hombre y humanidad son realtivamente autónomos. No puede haber humanidad sin hombres, pero tampoco ningún hombre sin humanidad. La humanidad consta de hombres, más no del modo como una molécula consta de átomos. En la molécula el átomo pierde su sustantividad, para quedar absorvido en un integrado. En cambio el hombre no queda absorvido en la humanidad, sino que, precisamente, gracias a la humanidad, adquiere su sustantividad. El hombre es tanto más hombre en cuanto más es para la humanidad. Pero, recíprocamente, la humanidad es más humanidad cuanto más (en su sentido esencial) consta de hombres, cuanto más humana es.
El problema de las relaciones entre el hombre y la humanidad tiene dos aspectos fundamentales: la significación esencial de la humanidad y la significación del hombre. La cuestión que así se plantea es relativa a la insuficiencia del individualismo por una parte, y del colectivisto por otra.

El sentido que prefiguran estos prolegómenos se va desplegando después a lo largo de la obra. El tomo primero los recoge proponiendo cuestiones intensamente acuciantes: las diferencias hombre, animal y cosa, la crítica a Sartre y la defensa de Heidegger en orden a este punto, la espacialidad, la situación, el proyecto, el sentido, la conciencia, las relaciones entre libertad individual (personal) y libertad de la humanidad, la convivencia y el co-ser, el lenguaje, la comunidad y la totalidad.
El segundo, en su Estática, con el ser-en-el-mundo, el tiempo, la conciencia, la libertad y la muerte. Y en su Dinámica, con las estructuras fundamentales analógicas del hombre y de la humanidad (tiempo, conciencia, lenguaje, libertad y muerte en la humanidad), lo actual, lo futuro y el sentido de la historia.
El tercero con sus desarrollos, en todo sentido impresionantes, sobre la fe, el creer, el pensar, la creación y la evolución, la filosofía y la revelación y una Teología de la historia con la que el libro concluye y en la que se resumen, traspasado sus umbrales, hacia la plenitud de sus consecuencias, los desarrollos que los prolegómenos insinúan.
Pleno de una esperanza no exenta de angustias y temores en el hombre, casi como un llamado oblicuo al ejercicio responsable de su libertad, en el discurso de una humanidad que aun definida como totalidad no lo desplaza, la obra de Bernard Delfgaauw se perfila como una de las expresiones más notables de un pensamiento dialógico que ha encontrado en Teilhard de Chardin y luego en Heidegger, raíces esenciales.