martes, 24 de noviembre de 2015

Abordaje del libro "De los delitos y  de las penas" de César Beccaria (*)

1. La dignidad científica que el derecho penal inviste data de la segunda mitad del siglo XVIII. El libro «De los delitos y de las penas», aparecido en 1764, que escribiera César Beccaria, es el punto de partida de una evolución continua de los criterios para encarar y resolver los complejos problemas que plantea la incesante repetición del delito.

(…)

Esta ciencia nace con el libro de Beccaria, no porque él fuera un tratado de la materia sino por las transformaciones que determinó.

Tales transformaciones constituían, sin duda, la aspiración de la época en que el mentado libro apareció, suscitando las más enconadas polémicas. Era época en que la omnipotencia avasalladora del Estado negaba los más sagrados derechos del individuo; en que las acciones más inocentes podían convertirse en delitos por ulterior decisión de una justicia arbitraria y desorbitada; en que las sanciones no respondían a otra finalidad que el castigo, bárbaro en su crueldad; en que las acusaciones clandestinas podían motivar la apertura del procedimiento penal; en que la defensa del inculpado era prácticamente ilusoria por la total ausencia de garantías; en que, por un prejuicio del que todavía se advierten lamentables supervivencias, la confesión del acusado era la probatio probatisima, por lo que, para obtenerla, en casos de obstinada negativa, se recurría al suplicio; en la que la pena de muerte se imponía con prodigalidad de la que el solo recuerdo espanta; en que la confiscación de bienes era el complemento necesario de casi todas las condenas y en que éstas cubrían de infamia a los sucesores del reo. Contra tales y tantos horrores se levanta la protesta del joven milanés que, a los veintiséis años de edad, en lo que se ha llamado un «pequeño gran libro», supo condensar los anhelos de reforma de que estaba impregnado el ambiente de la hora, sosteniendo, de acuerdo con Grocio, la inexistencia de todo vínculo entre la justicia humana y la justicia divina.

2. Por la trascendencia del libro de Beccaria, se impone que una síntesis del mismo -sustancial, aunque no sea completa- preceda a la exposición de las diversas doctrinas penales.

Las proposiciones sostenidas en él se refieren, no únicamente al derecho penal, propiamente dicho, sino, también, al procedimiento.

Beccaria funda el derecho de castigar en el contrato social. Los hombres, libres y aislados sobre la superficie de la tierra –dice- cansados de vivir en guerra permanente, hartos de una libertad que la incertidumbre de conservarla hacíala inútil, deciden sacrificar una parte de esa libertad para gozar del resto de la misma con tranquilidad mayor. La suma de todas estas porciones de libertad, sacrificadas en aras del bien general, forma la soberanía de la nación. Ellas quedan en depósito a cargo del soberano del pueblo. Ese depósito necesita ser protegido contra las usurpaciones de cada individuo, cuya tendencia al despotismo le impulsa incesantemente, no sólo a retirar de la masa común su porción de libertad, sino, además, a usurpar la de los otros. Para sofocar este espíritu despótico se requieren motivos sensibles y bastante poderosos. Tales motivos son las penas contra los infractores de las leyes. Beccaria dice llamarles «motivos sensibles», porque la multitud no adopta principios estables de conducta, ni se aleja de aquel principio universal de disolución que se observa en el universo físico y moral, sino con motivos que inmediatamente hieren los sentidos y que de continuo se presentan a la mente para contrabalancear las fuertes impresiones de las pasiones parciales que se oponen al bien universal. En definitiva, sostiene Beccaria que, lo que obligó a los hombres a ceder una parte de su libertad fue la necesidad; que el agregado de las porciones de libertad forma el derecho de reprimir y que las penas que exceden a la necesidad de conservar el depósito de la salud pública son injustas por su naturaleza.

Después de haber expuesto su teoría contractualista, señala Beccaria las consecuencias emergentes de los principios en que ella se basa.

En primer lugar, únicamente las leyes pueden estatuir las penas y éstas no pueden ser dictadas sino por el legislador que representa a toda la sociedad unida por un contrato; el juez no puede imponer pena alguna que no esté fijada por la ley y no puede ultrapasar los límites marcados por ésta, aunque invoque, para ello, el bien público. En segundo lugar, el soberano, que representa a la sociedad misma, no puede formar sino leyes generales, que obliguen a todos y no puede, tampoco, declarar que alguno ha violado el contrato social. De otro modo, la nación se dividiría en dos partes: una, representada por el soberano que afirma la violación del contrato y otra, por el acusado que la niega. Es por ello que se requiere la institución de tribunales cuyas sentencias sean inapelables y que han de consistir en meras aserciones o negativas de hechos determinados.  En tercer lugar, las penas no deben ser atroces. En cuarto lugar, los jueces, en razón de no ser legisladores, carecen de la facultad de interpretar las leyes. El magistrado, en el juzgamiento de todo delito, debe hacer un silogismo perfecto: la mayor sería la ley penal; la menor, la acción conforme o contraria a la ley; la consecuencia, la absolución o la pena. En apoyo de su tesis, afirma Beccaria que nada hay más peligroso que aquél axioma común que proclama la necesidad de consultar el espíritu de la ley y sostiene que el desorden que puede nacer de la rigurosa observancia de la letra de una ley penal no es comparable con los provenientes de la interpretación.

Luego de fijar estos conceptos, ocúpase Beccaria de la necesidad de que las leyes sean claras, porque, cuanto mayor sea el número de los que las entiendan menos frecuentas serán los delitos.

La calificación de un hecho como delictuoso no es posible, según Beccaria, sino cuando medie la violación de un derecho; o cuando con ese hecho se tienda a destruir a la sociedad o a sus representantes; o cuando lesione a un individuo en su vida, en su honor o en sus bienes; o cuando se haga lo que está prohibido o se omita la realización de lo que está ordenado.

El fin de las penas no es otro, para este autor, que el de impedir al reo la comisión de nuevos delitos y el de inducir a los demás a no cometer delitos. Ellas han de imponerse, por tanto, con el criterio de que la verdadera medida del delito se encuentra en el daño que causa a la sociedad y de que, conservada la debida proporción entre el delito y el perjuicio que causa, serán más eficaces. Surge, de tal modo, el apremio de suprimir las penas inhumanas. Ellas no son justas sino en la medida de su necesidad y de su utilidad.

La pena de muerte no es necesaria ni es útil. Por tanto, no es justa. El pacto social no la autoriza. Al formarlo, el hombre no pudo ceder el derecho a ser privado de la vida, de la que él mismo no puede disponer. La pena de muerte no está fundada en derecho alguno. Es una guerra declarada a un ciudadano por la nación, que juzga necesaria o útil la destrucción de ese ciudadano.

(…)

…la experiencia de todos los siglos prueba que la pena de muerte no tuvo jamás la virtud de contener a los hombres determinados a dañar a la sociedad.

(…)

Postula Beccaria la rápida imposición de las penas, considerando que, cuanto más breve sea el intervalo que medie entre el delito y su sanción, ésta será más útil y más justa. Más justa porque evitará al reo los inútiles y fieros tormentos de la incertidumbre, acrecentados con el rigor de la imaginación y con el sentimiento de la propia debilidad; y porque siendo la privación de la libertad una pena, no debe preceder a la sentencia sino cuando la necesidad lo exija. La cárcel es la simple custodia de un ciudadano hasta que sea juzgado reo; y esta custodia, esencialmente penosa, como es, ha de durar el menor tiempo posible y ha de ser lo menos dolorosa que se pueda.

Sostiene Beccaria que, para que la pena, cualquiera que sea, no revista el carácter de una violencia de uno o de muchos contra un ciudadano, debe ser esencialmente pública, pronta, necesaria, la mínima de las posibles en atención a las circunstancias, proporcionada a los delitos y establecida por la ley.

Beccaria fue un convencido de la conveniencia de prevenir los delitos antes que reprimirlos. En su concepto, la prevención debía ser el fin principal de toda buena legislación. Para realizar ese fin era menester que las leyes fueran claras y simples y era menester, además, hacer que los hombres tuvieran el temor de las mismas. El temor de las leyes –decía- es saludable, como es fatal y fecundo en delitos el temor de hombre a hombre. Difundir los conocimientos, alejar del santuario de las leyes hasta la sombra de la corrupción, otorgar premios a la virtud y perfeccionar la educación, son otros tantos medios propuestos por Beccaria para precaver los delitos.

En cuanto a sus conceptos en materia procesal cabe destacar los que se refieren a la prueba indiciaria y a la prueba testimonial, respecto de las cuales elaboró normas incorporadas luego a las legislaciones positivas y que imperan hoy en el campo de las mismas. Repudió las acusaciones secretas, los interrogatorios sugestivos y el juramento exigido al acusado. Demostró el abuso de la tortura empleada como medio para obtener la confesión del delito y señaló sus monstruosas consecuencias.

Tales son, en resumen, las más trascendentes de las ideas defendidas por Beccaria en su imperecedero libro.

César Beccaria no fue el fundador de la escuela clásica, como suele afirmarse sin mayor reflexión. «Es superior a las escuelas», expresa Florian, con singular acierto. «Es el apóstol del derecho penal renovado, del cual inauguró la era por así decir humanista y romántica, con espíritu más filantrópico que científico».

Sus propuestas, en efecto, originaron, no únicamente reformas legislativas, sino, también, estudios de capital importancia que, a su vez, dieron nacimiento a aquella escuela, «edificio de clásica majestad y belleza» –como le llama Ferri-y «que los grandes criminalistas, de Romagnosi a Filangieri, de Mario Pagano a Pellegrino Rossi, de Carmignani a Carrara, de Ellero a Pessina, construyeran en potente sistematización jurídica, que dominó a los legisladores, a la opinión pública y a la jurisprudencia cotidiana y cuya influencia persiste aún como pensamiento tradicional».








(*) Eusebio Gómez, 1939, “Tratado de Derecho Penal” (tomo I), Primera Parte, Cap 1: Las escuelas penales. Compañía Argentina de Editores, 1939, Buenos Aires, Argentina.