jueves, 7 de junio de 2018


Cuatro nombres griegos para cuatro figuras del amor
Storgé – Eros – Philía – Agápe


Por Héctor Delfor Mandrioni*
                              

INTRODUCCIÓN

Una de las preocupaciones que se ha instalado en el pensamiento actual gira en torno al tema del encuentro interpersonal y las lógicas consecuencias que de él derivan. Esta preocupación desborda las instancias académicas en las que se desenvuelve el pensamiento filosófico e invade el ámbito de las relaciones sociales, en especial aquellas que se refieren directamente a lo que compete a la necesaria y legítima concordia ciudadana. Por tanto, el tema del encuentro Yo-Tú debe ser considerado, reflexionado, comprendido y resuelto.

Hablar de las relaciones interpersonales nos exige pensar aquellas figuras ideales de “unión”  que posibilitan el surgimiento y mantenimiento de la concordia entre los integrantes de un pueblo. Frente a la ruptura de los vínculos que hacen posible la existencia de una comunidad integrada es preciso hacer resurgir aquellas grandes y centrales figuras culturales que generan la concordia en la  “polis”.

Acabamos de nombrar la palabra “concordia”. Conviene atender el contenido semántico que alberga este vocablo. El contiene la voz “cor” que significa “corazón”. Por tanto hay en este nombre una intencionalidad que apunta a un tipo de unión entro los humanos que no es otra que el amor. He aquí una grande e insigne palabra que recorre con su presencia todos los ámbitos de la literatura y del lenguaje a lo largo de los siglos. Es necesario volver a recargar con su riquísima semántica el sentido que las experiencias de los pueblos le adjudicaron cuando la aceptaron e interpretaron a luz de la dignidad que ella alberga. Literatura, filosofía, religión, usos y costumbres fueron depositando en la figura del amor cualidades enriquecedoras que fueron transmitidas, una vez sedimentadas, por el legado de las tradiciones.

En las siguientes consideraciones que acercamos a nuestros lectores hemos procurado reflexionar sobre el legado que la lengua griega, con su correspondiente cultura, nos ha dispensado al concretar en cuatro vocablos lo que podríamos llamar las cuatro clásicas figuras del amor. Los significados de cada una de ellas descubren y ponen de manifiesto aspectos o facetas inmanentes al fenómeno del amor. La significación que ellas expresan, si bien surge en el seno de  épocas determinadas de la cultura, ella desborda los intereses de su tiempo para llegar a nosotros con su carga significante y su siempre aleccionadora recurrencia.

A partir del banco de pruebas de sus respectivas vidas e historias, mediante la fuerza de sus talentos y de sus luchas, los trágicos griegos, como Esquilo y Sófocles, los filósofos, como Sócrates, Platón y Aristóteles, elaboraron, -junto con aquellos que los interpretaron, prolongaron y recrearon-, cuatro figuras del amor, que no sólo no son antagónicas entre sí, sino que por el contrario están llamadas a complementarse y mutuamente simbolizarse.

Los cuatro vocablos que trataremos de comentar –prescindiendo de citas textuales, para no agobiar al lector- son los siguientes: “Storgé”, “Eros”, “Philía” y  “Agápe”. Apuntaremos  al núcleo esencial de cada uno de ellos a fin de poder comprenderlos a partir de su significado esencial.

I

STORGÉ

Con este vocablo se trata de significar lo que se podría llamar el Amor-Ternura. “Storgé” (verbo: “stergo”) tiene que ver con la sangre, su ardor y su fuerza; es el amor de los padres a los hijos, de éstos respecto de sus padres, de los hermanos entre sí. Amor parental, paterno y materno, filial y fraterno, tiene que ver con lo entrañable y visceral. Amor por tanto vital y generativo que surge de los trasfondos biológicos de la sangre y crea vínculos cuyas urdimbres son indesarraigables y necesitantes. Este dinamismo potente, impulsivo y parental abunda como motivo provocante en la mayoría de las tragedias griegas. Los desenlaces “catastróficos” de las mismas suelen hallar en este dinamismo la causa principal que los provoca. Uno de los puntos culminantes de la exaltación del amor fraterno se localiza en la tragedia de Sófocles en la que Antígona sacrifica su vida por tratar de impedir que su hermano Polinices, muerto, quede insepulto. Obedeciendo el potente mandato de la “ley no escrita” que la impele a luchar contra la “ley escrita” que esgrime el tirano Creonte, inmola su  vida en cumplimiento del encargo de su hermano. De este modo la figura de Antígona se vuelve “ejemplar” en lo que concierne al amor fraterno.

En este tipo de amor, “storgé”, halla expresión evidente en lo que llamamos la “voz de la sangre”, como uno de los núcleos raigales de la constitución de las “familias”. Antígona se vuelve un llamado a rescatar el visceral amor parental en esta “noche ética” que hoy estamos viviendo. “Voz de la sangre” que equivale a “voz de la vida”. Si Antígona inmoló su vida por el respeto y la veneración de un legítimo y sagrado cumplimiento de un rito funerario debido a su hermano, cuanto más este ejemplo llama cumplir los deberes que reclaman el respeto a la vida en el seno de las vinculaciones familiares.

No podemos ignorar que, desgraciadamente, ha habido ideologías que envenenaron la riqueza sagrada de la sangre humana reclamando una idolátrica  hegemonía de una raza que se creía poseedora de todos los valores y por ende llamada  a dominar el mundo. Estos crueles excesos  constituyen un llamado a reconocer los límites que deben normar los impulsos e imperativos que brotan de la “voz de la sangre”. El “amor-ternura”, librado a sí mismo puede volverse bárbaro, asesino y déspota. Este amor entrañable y poderosamente vinculante debe ser normado y ennoblecido por la fuerza superior del espíritu. Como todo impulso instintivo debe ser moderado, guiado y sublimado a partir de la luz de la razón y de la fuerza de la voluntad.

Luego del reconocimiento y del elogio que acabamos de hacer del “amor-storgé” y de los límites que deben encausarlo, trataremos de mostrar cómo este amor debe dejarse envolver por las figuras más abarcantes de otros tipos de amor que están llamados a integrar e integrarse entre sí para constituir la figura total del amor humano.


II


ÉROS

Si bien “storgé” es el amor entrañable tal como se actúa y desenvuelve en el recinto familiar a partir de una raíz biológica, amor generativo que busca prolongarse mediante el vehículo de la sangre, librado a sí mismo tiende a ser monádico y a cerrarse sobre un círculo excluyente y xenófobo. La fecundidad del amor encerrado en las potencialidades del corazón humano reclama franquear las fronteras estrictamente familiares y desbordarse generosamente  hacia los que están más allá de los ámbitos hogareños. Esta ampliación creadora del amor de ningún modo intenta negar que aquellas nuevas dimensiones en las que otros tipos de amor se desplegarán, alberguen también, analógicamente, un aura hogareña donde lo “íntimo” se despose con “otroridades” que advienen de círculos extrafamiliares. ¿Es que acaso lo “intimo” no es una cualidad inherente a todo tipo de amor, de modo que no puede ser erradicada sin afectar la naturaleza misma del fenómeno amoroso? Donde florece la flor  del amor florece la flor de lo “íntimo”: sin él, la flor del amor se agosta.

Los griegos elaboraron y acuñaron una profunda, sustanciosa, decisiva e inmortal palabra para nombrar el fenómeno del amor humano, a saber, el vocablo “Eros”. Con él emerge una figura del amor que dilata los horizontes significativos del amor. “Eros” ha sido magistralmente elaborado e interpretado por Platón. En sus clásicos y famosos Diálogos que llevaban como títulos: El Banquete y El Fedón, expuso ampliamente su concepto de “Eros”.

Conforme al pensamiento platónico es preciso distinguir dos tipos de Eros que, por otra parte deben ser entendidos a la luz de su antropología (el dualismo “alma-cuerpo”) y desde la perspectiva mayor de su metafísica (su doctrina de  las “Ideas” con el “Bien” como arquetipo).

Distingue en primer término el  “amor-éros”, hijo de la “Venus demótica”, atraído por el placer sensible y que de un modo especial se concreta en el deleite sexual. Esta inclinación surge por la presencia operante del “cuerpo” ligado al “alma”. Pese a la unión accidental y no sustancial con que se vincula con el alma (para Platón el alma está en el cuerpo como el nauta sobre el puente  de la nave y el auriga sobre su cabalgadura), el cuerpo deja sentir su atracción. La “paideia” platónica enseña al hombre a saber dominar sus impulsos concupiscentes a fin de ordenarlos y ponerlos al servicio del “Logos”, evitando así el caos interior. Platón recomienda el “cuidado del alma” que, cuando se cumple, surge el estilo de vida del hombre auténtico y cuando el hombre se entrega a la fuerza del simple deseo surge el estilo de hombre intemperante, instintivo, tenebroso, tiránico, esclavo, sin límites y sin medida: el hombre convertido en un torbellino.

Pero hay otro tipo de “eros” que engendra al hombre de estilo auténtico y humano. Es el amor-éros hijos de la “Venus urania” que engendra no al hombre terrestre sino al hombre “celeste”. Mientras el éros anterior signaba el amor descendente, este otro éros define el amor ascendente y ennoblecedor que desea el Bien y aspira a la verdadera Belleza. Este éros tiende de grado en grado a ascender hasta llegar a la contemplación del Bien, movimiento ascensional por el que el alma se eleva hacia las realidades supratemporales.

Pero la pedagogía platónica no aspira al abandono de la corporeidad en pro de una pura espiritualidad. Para él, la auténtica formación, en base a la fuerza del verdadero éros, busca la unión de lo “limitado”, o sea la armonía y la alianza del movimiento ascendente, de lo contemplativo, con los gozos puros y las necesidades corporales. Sólo así se logra una vida humana según la verdad y la virtud.

Platón habla así del amor que se despierta en el alma por la presencia y visión de los cuerpos bellos. Pero esta belleza no es la Belleza en sí –en tanto que Belleza metafísicamente concebida- sino belleza de los  cuerpos bellos. De modo que para Platón la mirada del hombre no debe detenerse nostálgicamente sobre el carácter pasajero de la belleza física que aquí en la tierra deslumbra y fascina los ojos  sensibles sino que debe ver en ella un reflejo y el símbolo  de una gloria más profunda e imperecedera.

Aquí, en lo terrestre, está lo que pasa, la apariencia, lo efímero; allá,  en la región supraterrestre de las Ideas, lo inmutable, lo inmortal, lo que siempre permanece. De esa región procede el alma y a ella debe retornar. Para una comprensión más honda del pensamiento de Platón hay que recordar que para él, el bien es Dios. Todo aquí en la tierra aspira y tiende a Dios. Todas las criaturas salen de Dios y retornan a Dios. Exodo y retorno. De ahí que para Platón el Eros es la raíz de la que brota el impulso ascendente  por el que lo informe tiende a la Forma, el No-ser al Ser, lo imperfecto a lo perfecto, lo múltiple a lo Uno. Así, por el dinamismo del amor-erótico, el  alma, que para Platón ha caído por  una culpa original en la cárcel de un cuerpo, es liberada y salvada cuando se deja atraer por el Bien y la Belleza.

Para Platón este amor es hijo de Póros (riqueza) y de Penia (pobreza). Por la segunda, el alma muestra su indigencia: de allí el deseo del que no tiene y que aspira a poseer lo que le falta. Por el primero se muestra cómo el “Télos” (el “fin”) ya pulsa en el interior del alma y por ello aspira hacia lo que germinalmente ya, de alguna manera, se posee.

Esta visión del amor como éros, que Platón desarrollara genialmente, a la vez que marca  el valor y la existencia de la belleza psíquica y espiritual como distinta de la belleza física, implica también una afirmación gozosa del mundo (cosmos). Señala el itinerario del ser humano en esta vida. El hombre, si bien se alegra por estar aquí en medio de sus bosques, sus campos y sus ríos, no debe olvidar que todavía su espíritu se halla en la “Colonia” (para usar una metáfora muy cara al poeta Hölderlin) y aspira por tanto a retornar  a la Patria de la que vino.

El amor-storgé ya implicaba un éxodo fuera de sí y por tanto la quiebra de un narcisismo y su clausura. Habría una salida al “otro” pero siempre dentro del círculo parental. Con el amor éros se dilata el círculo y se abre a otros horizontes, pues la presencia del Bien y de la Belleza introduce una “otredad” de orden no solo suprabiológico sino también de orden suprahumano.

Pero así como el amor-storgé ya anticipaba, simbolizando, otro amor más abierto y abarcante, el amor erótico simboliza y anticipa otro tipo de amor, el amor-philía, del que a continuación expondremos algunas ideas.

III

PHILÍA

Esta tercera figura del amor, que se concreta en el vocablo Philía, apunta a la idea de “amistad”. Philía (verbo: “philéo”) es el “amor-amistad”. La intencionalidad de este modo de querer se dirige, no ya a la apariencia sensible del otro, sino a su intimidad personal. De la amistad se ocupó ampliamente Aristóteles en su Etica a Nicómaco. En ella describe su naturaleza y sus características. Contempla en ella la base fundamental y el vínculo esencial de la convivencia política entre los ciudadanos.

En la “philía” hay una salida de sí al otro visto y sentido como “tú”: salida abierta y confiada. Salida al otro que exige reciprocidad, semejanza y deseo de querer convivir en paz compartiendo los mismos fines y los distintos modos de entender y vivir la vida. La amistad requiere un cierto desapego respecto de ambos amigos en relación con los motivos que mueven a ambos a estrechar los lazos de la amistad. Cuanto más nobles sean esos motivos más profunda o auténtica será la vinculación amorosa.

Aristóteles nombra tres posibles motivaciones que impulsan a la amistad, a saber: el placer, la utilidad y la virtud. En la medida que el mutuo bien moral impulsa a la amistad más noble y desinteresada será la amistad. Típico fruto de la verdadera amistad es acompañar al amigo en sus momentos difíciles, manteniendo la ayuda y la comprensión. En la amistad se conjuga la legítima autoestima con el reconocimiento y el incremento de la estima brindada al otro. Nada más ajeno a la amistad que el deseo de instrumentarlo, poniéndolo al servicio de sus intereses: en la amistad el “tú” es visto y sentido como alguien que vale en sí y como tal se lo reconoce y se lo trata.

Aristóteles enseña que la philía ciudadana es superior a la justicia. Sin ella, la convivencia justa tiende a debilitarse y a perder su reconocimiento y eficacia vinculante. Más aún, cuando la amistad entre los ciudadanos es fuerte y permanente, hasta la justicia se opaca pues sus frutos son suplidos con creces por el dinamismo vinculante de la amistad.

S. Agustín destacó el valor y alcance de la amistad cuando interpreté al “otro”, la persona amada, en la forma de un “tú”, como un “Alter-ego”, un “otro-yo”. Así, más allá de la “storgé” que se desenvuelve en el seno familiar prolongando generativamente el “yo” a través del vínculo de la sangre, aquí, en la amistad, el “yo” prolonga su ser, su mismidad, en y a través del alma del “otro”. Hay un verdadero “in-existir mutuo del “uno en el otro”. Este mutuo in-existir manifiesta el grado de unión que se establece entre los que de este modo se aman.

Otra expresión del alcance vinculante de la amistad se halla en el mismo  S. Agustín cuando refiriéndose al “tú”, lo llama “Dimidium animae meae” (la mitad de mi alma). Profunda expresión que significa la unidad que brota en la existencia de los que así se quieren. Muestra cómo este amor supera la soledad del alma pues ahora inhabita en él, el otro, como una parte de su ser. A veces se ha querido ver en esta expresión agustiniana una especie de egoísmo larvado, pues parecería que amando al otro de hecho se está buscando amarse a sí mismo. Pero cuando en la amistad hay reciprocidad y transparencia se genera una viviente circularidad por el que uno deviene otro y el otro deviene parte del que lo ama.

La amistad implica benevolencia y beneficiencia hacia el otro, o sea: querer el bien para él y procurarle el bien. Hay en ella intimidad pues las relaciones que se establecen se mueven en la dimensión interior de la existencia mutua. En la amistad se abre el espacio para la realización del más profundo encuentro  a través del diálogo. Este hecho revela el factor “comunicacional” con el correspondiente intercambio dialógico por el que los que se aman comunican entre sí, en especial sus secretos. Pero cabe recordar que este tipo de diálogo se nutre no solo de palabras sino, sobre todo, de elocuentes silencios, que muchas veces comunican más que las palabras. Se gusta decir que las verdades más profundas se comunican por medio del silencio. Dadas estas características de la amistad uno comprende la verdad y el valor de lo que la sabiduría de los pueblos dice acerca de la amistad: “Quien encontró un amigo encontró un verdadero tesoro”.

A la luz de lo que antecede es el momento de dirigir una mirada sobre lo que acontece hoy en nuestras sociedades. No se puede negar que la violencia, la agresión y la hostilidad constituyen desgraciados ingredientes en las actuales relaciones entre los hombres. Estos elementos disgregantes que empujan a la decadencia reclaman cada vez más ser superados. En la medida que la justicia y la amistad se obnubilan en el alma de los hombres y en las relaciones sociales, la ausencia de vinculaciones internas es suplida por las coacciones cada vez más alienantes de un orden impuesto por el miedo y el castigo.

Pareciera que una comunidad de amigos es suplantada por una amalgama de intereses contrapuestos cada vez más difíciles de ser vehiculados. En nuestras sociedades pareciera que el “otro” deja de ser el “tú”, el prójimo pasa a convertirse en el extraño, el enemigo, el que aliena, el que amenaza y acosa. Cuando esta situación crece desmedidamente, la inseguridad y la inhabilitabilidad de los ciudadanos también crece y amenaza.

Frente a este estado de cosas en el mundo, hoy, desde distintos ámbitos, desde lo que se ha dado en llamar los actuales “Aerópagos” en los que se proclaman los nuevos mensajes a la humanidad, se dejan oir voces alentadores que apunta a un giro en virtud del cual la mente y el corazón del hombre derroten en su interior el odio y lo transformen en amistad.
Como en estas líneas estamos ofreciendo el significado de cuatro nombres griegos para designar cuatro figuras del amor, nos permitimos añadir otras tres palabras griegas para sintetizar lo que debería implicar  ese giro en los hombres.

La primera palabra es “paidéia” (educación, formación). La sabiduría de la humanidad sabe que es preciso educar los impulsos ciegos para ponerlos al servicio de la verdad, del bien y de la belleza. El espacio ya está dado. Este espacio lo define el dicho del poeta trágico Esquilo y de la Biblia: “aprender sufriendo”.

La segunda palabra es “metanoia” (cambio de mente=conversión). Este es el giro básico. Cuando Clovis, el Rey de los francos, se convirtió, el que lo bautizó le dijo: “Quema lo que adorabas y adora lo que quemabas”.

La tercera palabra es “anástasis” (resurrección), o sea, vuelta a la vida a  partir de una sociedad tanática, retorno a la luz a partir de esta “Noche ética”.

 IV

AGÁPE

Con este nombre: Agápe (verbo: agapáo) significamos la figura más noble y abarcante del amor, se trata del “Amor-Caridad” (en latín: Cáritas) tal como es revelado en la Biblia. Este amor esencialmente personal, lejos de abolir los otros amores los ennoblece y eleva a un rango de mayor extensión, profundidad y alcance. Con este tipo de amor, la capacidad de amar halla en el hombre una trascendencia e intencionalidad radicalmente nuevas. Un lugar bíblico en el que hallamos la síntesis de lo que este amor encierra se halla en la Primera Carta de S. Juan donde se afirma: “Dios es amor”.

Para entender la crisis y a la vez la profunda revolución que esta afirmación implica hay que colocarla en el horizonte de la que el “amor-éros” significa. Si bien para Platón y para Aristóteles el “éros” traducía el deseo más profundo del ser humano hacia el Bien y la Verdad, hacia la Belleza y Dios, el concepto del mismo impedía poder aplicar a Dios este tipo de amor. Puesto que “éros” expresaba la tendencia de lo imperfecto a lo perfecto, del no-ser al ser, del informe a la forma, era lógico que Dios no debía amar pues ello implicaría proyectar la carencia y la imperfección en la divinidad. Por eso, tanto Platón como Aristóteles, decían que “Dios mueve al mundo como lo amado mueve al amante”. Dios era por esencia el “amado”, pero de ninguna manera podía ser nombrado como el Amante. Que Dios, que era para ellos el Bien, el Acto Puro, el Pensamiento que se piensa a sí mismo, la Causa suprema, pudiera amar, implicaría un acto de impiedad pues equivaldría a afirmar que dios es imperfecto e indigente en su misma esencia.

El mensaje cristiano, al afirmar rotundamente que la esencia de Dios reside en ser “amor”, este último cambia de signo y se recarga con una inaudita semántica en virtud de la cual el amor como “caridad” se convierte en suprema sobreabundancia. El Dios entendido como amante se desborda fuera de sí, suscitando el mundo al crealo y donándose El mismo como Redentor del hombre caído.

A partir de la riqueza infinita del amor divino los hombres son enseñados a tratar de amarse como Dios ama. Este amor se vuelve universal pues trasciende los límites familiares del Amor-Storgé y va más allá del amor erótico, e incluso supera el “tú” del amor de amistad para alcanzar a todos los hombres, incluso los enemigos. La intencionalidad del amor desborda el clan, la familia, la raza, la propia nación y se extiende a todos los hombres. Con un alcance supracultural y supraepocal, todos son invitados a amarse, no en la fuerza legal de un imperativo categórico, sino por la exigencia misma del amor como tal. Tal es el llamado que brota del amor pues él, que no pretende ser “ley”, se convierte en el misterioso mandato que, más que obligar, implora. Por eso S. Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”.

Solo se entiende la naturaleza profunda de este modo de amar y de ser amado cuando se la comprende como un don o una gracia. Y este desbordarse más allá de sí, quebrando todo narcisimo en la entrega al “otro”, llega incluso a reclamar el estar dispuesto a “dar la vida por aquellos que amamos”. La historia nos muestra como los seguidores de Cristo –el primero en inmolarse por nosotros-, cómo S. Francisco de Asís y en nuestros días la Madre Teresa de Calcuta, ejercieron hasta sus últimas consecuencias los reclamos del amor-caridad.

Una de las primeras cualidades que muestra este tipo de amor es la manera cómo supera el egoísmo, y al desprenderse, sale de sí en un éxodo hacia el otro. Este descentramiento muestra que el centro no está en uno sino en el otro, en la persona amada. Con razón se dice que el alma del que  de esta manera ama, más está donde ama (en el “tú”) que donde anima (a saber en el cuerpo). Mientras la persona solo se pertenece a sí misma aún no es todavía ella misma; pero cuando sale de sí hacia el tú y tiene en más al otro que a ella misma, entonces recibe de manos del otro su verdadero sí-mismo. De este modo el dinamismo centrífugo de este amor saca al que ama fuera de sí y lo instala en la intimidad del otro. Como puede apreciarse, según el tenor de este amor, “existir es recibirse”, pues para llegar a ser “debo salir para encontrarme”. Gracias al amor-caridad el encuentro entre el “Yo” y el “Tú” dan orígen al verdadero “Nosotros”, los que nos amamos. Nos hallamos ante la máxima compenetración de dos espiritualidades que se tornan co-presentes la una a la otra.

Otra cualidad que contiene el amor-caridad reside en la capacidad de revelación o manifestación. Cuando alguien logra amar al otro con este amor eminentemente personal y generoso se cumple una tarea iluminadora en virtud de la cual, potencialidades y valores todavía ocultos y desconocidos para la persona amada, salen a la luz y son así revelados. De este modo el movimiento del amor se despliega en un curso mediante el cual valores nuevos y superiores, vale decir aun ignorados por la persona amada, relumbran y brillan para ella. De este modo el amor es el pionero que va delante abriendo un espacio para el conocimiento.

Las excelencias que el amante encuentra y descubre en la persona amada no se reducen a una pura creación de la fantasía amorosa sino que constituyen hallazgos por parte de una visión amorosa de creación. Este amor suscita en el “tú” cualidades que éste ignoraba pero que de hecho ya se hallaban virtualmente en él. El encuentro en el amor-caridad desencadena aquella experiencia por la cual el mundo interior de la persona amada se reconfigura por el surgimiento en él de una imagen ideal que ahora provoca un nuevo proyecto de vida.

Junto al éxodo hacia el otro y la capacidad reveladora del amor-caridad hay que destacar también su eficacia co-realizadora. Se trata de la esencial poeticidad del amor-caridad. Con esta palabra se quiere significar el aspecto promocionante y operativo de este amor. No sólo está llamada a patentizar en el alma de la persona amada la imagen ideal que le señala la vocación sino que además se compromete a cooperar con él en lo que atañe a su realización concreta biográfico-existencial. El amor-caridad, cuando se actúa en su máxima capacidad, no se agota en un puro contemplar y revelar sino que compromete con el empeño y el sacrificio que implica el cumplimiento del proyecto de vida de la persona amada.

Por el amor-caridad el “tú” es afirmado, aprobado, ratificado y promovido en su existencia y en su esencia. Las personas humanas son unidades de desarrollo en sí infinitas. El amor-caridad genera en la persona que ama la experiencia definida como la “alegría metafísica de que el otro exista”. El simple saber del existir del otro dilata el corazón del amante y expande la existencia de la persona así amada. De este modo se cumple ese posible y constante “plus” que conlleva la intensificación del existir.

Esta capacidad promocionante y formativa del amor-caridad afecta la esencia misma de la persona, lo más íntimo de su ser y de lo que está llamada a ser desde el punto de vista vocacional. El sí-mismo, como término de la realización del propio “yo”, define la esencia concreta de la personalidad. La intencionalidad de este tipo de amor afecta e incide sobre este proceso, que tiene como fin el surgimiento de la “determinación” fundamental, constitutiva de la personalidad. El amor-caridad cumple la función de un acuñamiento o troquelamiento en virtud del cual, en la persona humana, surge una imagen unitaria de sí misma por la que sale del estado inicial de “indeterminación” e ingresa en el proceso por el que se determina a ser la que debe ser. Los que con un amor de este género fueron amados pueden decir de aquel que los amó: “Nosotros sin ti somos nada”.

La Biblia afirma que el amor es fuerte como la muerte. Esta expresión, entre otros, apunta a dos significados. En primer lugar quiere decir que donde amor-caridad despierta, allí muere el “yo” narcisista, ese “déspota sombrío”. Pero quiere significar también que cuando la persona perversa y resentida, excluída y marginada se experimenta ser tema de la intención amante de un amor-caritativo y generoso, muere en ella la maldad y la perversión y resucita la inocencia y la afirmación gozosa de la vida.


CONCLUSIÓN
Para terminar podemos decir que estas cuatro figuras del amor forman como cuatro círculos en estado de contínua expansión, envolviéndose mutuamente. Cuando se actúan según sus propias exigencias en una persona existe un referirse simbólico por el que el “amor-storgé” llama y simboliza el “amor-éros” y éste se expande y solicita el “amor-philía” que, a su vez, busca culminar en el “amor-agápe”. Se trata de un proceso de simbolización y personalización. De este modo, la figura total de amor puede ir más allá del conocimiento, abrir el espacio de la libertad, pues elegir es atarse libremente por amor a aquellos valores que vemos deben ser preferidos, y además, ir más allá de la justicia pues la sobreabundancia del amor cubre las equivalencias de la justicia. Pero, sobre todo, el amor es el “signo” de la felicidad.

                                                                     


* Doctor en Filosofía. Profesor de Filosofía en las Universidades de La Plata y Católica Argentina. Autor de “La vocación del hombre”, “Sobre el amor y el poder”, “Pensar la técnica”, entre otros.


Este trabajo fue publicado en septiembre del año 1999 por el Instituto de Filosofía del Derecho de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, dirigido por el doctor Héctor Negri.