miércoles, 8 de agosto de 2012

Juan XXIII: la Paz
H. N.
“Bienaventurados los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios”. (Evangelio según Mateo, 5,9)

Entre las dimensiones existenciales del encuentro con Dios, la paz entre los hombres constituye sin duda una de las más fecundas.

La relación interpersonal es el lugar en el que se manifiesta el absolutamente otro, es decir, Dios.

Pero la relación interpersonal no fluye sola, naturalmente: es preciso construirla, en la permanente, muchas veces difícil tarea de reconocer y promover al otro en su libertad y en su compromiso social, es decir en su “suyo de sí”.

 Esa es la tarea de la justicia.

Y esa es la tarea de la paz, que es una de sus variadas fases. La paz es, de ese modo, uno de los nombres de la justicia.

A veces, cierta totalización de la idea de la paz, cierto referirla únicamente a una relación externa, que es sólo una de sus dimensiones posibles, ha llevado a pensarla como la ausencia de violencia o de conflicto interpersonal o interestadual.

Sin ser en sí mismo erróneo, ese pensamiento resulta extraordinariamente estrecho y corre el riesgo de terminar opacando nada menos que el aspecto trascendente de la paz como llegada a Dios.

La paz es mucho más que la exclusión de la violencia. Significa absolutamente inadecuado a las posibilidades de mi propio poder y de mi propia coacción. Alguien único, irrepetible, sagrado, con quien la misma necesidad de existencia plantea la necesidad de trazar una relación dialogal permanente. Un ser personal, en definitiva, que por encima de las causalidades naturales e históricas, se sustenta en el amor y me llama a ser amado.

La paz (como todo en la existencia proyectiva del hombre) no es cosa del todo hecha sino que hay que construir y ganar: es un perpetuo quehacer. Por eso la pregunta por la paz es una pregunta frecuentemente acerca de los medios para lograrla.

Alguien exterior, que me reconoce y ama, y a quien puedo reconocer y amar. El amor es la voluntad de promoción. El yo que ama quiere ante todo la existencia del tú. Quiere además, el desarrollo autónomo de ese tú.

El problema se suscita cuando el encuentro personal fracasa, cuando el diálogo es sustituido por el conflicto. Cuando mi mano, o la mano del otro, o ambas simultáneamente, en vez de reconocerse como manos que estrechan, abrazan, acarician, saludan, se convierten en puños que golpean, en armas que destruyen, en estructuras sociales, políticas o económicas de agobio o de alienación.

En esas condiciones, la existencia del hombre se ofusca, sus posibilidades originarias parecen desvanecerse, y Dios mismo se vuelve una inaferrable nostalgia.

Para encontrar a Dios es necesario encontrar antes al hombre. Para encontrar al hombre es necesario encontrar la paz.

Comprometido intensa, existencialmente, en esa búsqueda, Juan XXIII firmó en Roma, el Jueves Santo de 1963, en el quinto año de su pontificado, uno de los documentos más intensos sobre la paz de los tiempos contemporáneos: su encíclica Pacem in terris.

Refiriendo temas que van desde el orden del mundo y la humanidad hasta los derechos fundamentales del hombre; desde las relaciones políticas hasta los deberes de los gobernantes; desde el bien común hasta la ordenación de las relaciones internacionales; examinando el problema de las minorías étnicas, de los exiliados políticos, de los armamentos y el desarme; y considerando cuidadosamente junto al orden económico y jurídico, el mundo laboral y la emancipación de los pueblos, Juan XXIII va desgranando, una a una, las razones y trabajos de la paz y las circunstancias adversas de su quiebra.

Es un documento minucioso, profundo. Una verdadera obra de base para que el tema de la paz sea meditado.

Internamente enlazadas entre sí, la libertad madura, la justicia, la verdad y el amor proponen la respuesta de esperanza, reivindicando que más allá de las perplejidades y desencantos del fracaso, la realidad dialogal de la existencia y su dimensión trascendente consolidan para el hombre la paz en la tierra.