Diálogo
III
H.N.
Sobre el poder y la violencia
1. Poder y violencia son modos de relación interpersonal
ocurridos a lo largo de la historia en todos los tiempos y pueblos.
Su vigencia actual es muy grande, al punto que podría
referírselos como dos formas típicas de comportamiento en las sociedades
contemporáneas.
Desde la perspectiva humanista, y más allá de sus variados
matices y configuraciones, constituyen negaciones del diálogo.
La dimensión de apertura recíproca, de comprensión entre los
seres personales, que se revela en los momentos del respeto o del amor, queda
aquí desplazada y, en algunos casos, hasta obturada de manera total.
¿Por qué el hombre cuya existencia es coexistencia, que necesita de la presencia y realidad del otro para ser, rehúye de ese encuentro,
se afirma en una soledad de lejanía, vuelve
al otro distante, abarcable, numerable
(por eso mismo desechable), privándose y
privándolo de los significados profundos que el encuentro propone?
Esta es una pregunta difícil de contestar, sobre todo si se
la religa a un mundo creado por el amor de Dios.
Por el momento y sin que esto importe desmerecer otras
respuestas que desde la psicología, la sociología y la economía han tratado de
resolverla (y descifrar y desbaratar el enigma que encierra) podría decirse que
se trata de un suicidio de la libertad, uno de los rasgos esenciales de lo
humano.
(Un problema adicional, no menor, es que se trata de un
suicidio que adquiere muchas veces un carácter gozoso para quien lo realiza).
2. Si el derecho como orden de respeto configura el diálogo desde la idea de igualdad (todo ser personal más allá de sus cualidades o accidentes es igual a todo ser humano), poder y violencia se asientan sobre la idea de desigualdad.
En el poder, alguien manda y alguien obedece.
En la violencia, alguien daña o destruye y alguien es dañado
o destruido.
Uno y otro caso perfilan relaciones de supremacía y oclusión
del ser personal y, en consecuencia, proponen en la negación del diálogo que
implican magnitudes desiguales.
Una sociedad de poder o violencia es una sociedad de
discriminaciones, segregaciones, apartamientos.
Puede llegar a serlo en forma total, si el amor y el respeto
no consiguen enfrentarlas.
Amor y derecho por un lado, poder y violencia por el otro,
actuando como principios operantes, son signos de una contradicción profunda.
3. El tema del poder ha suscitado numerosas reflexiones.
Me referiré por lo menos a dos de ellas, que reflejan los
aspectos más notables de su conformación.
La que expresa su tendencia a la expansión y la que indica
la necesidad de aquiescencia del sometido.
4. La expansión
La tendencia del poder a su expansión (y esto vale en sus
notas cuantitativas y cualitativas) merece que sea considerada especialmente,
ya que excede una situación ocasional y se revela como una necesidad interna.
(Esta necesidad interna se da también en las relaciones del
amor y el derecho (bonum est diffusivum sui), pero al configurarse aquí una
verdadera cosificación del otro, esta expansión asume un particular patetismo).
En un sentido cuantitativo el poder se extiende tratando de
lograr una proyección individual o grupal cada vez mayor.
Esto vale para todos los contenidos posibles del poder
(económico, político, militar…).
Cabe hacer notar a este respecto que quienes ejercen el
poder pueden ser uno solo o varios.
Y que el número de quienes están sujetos a él es igualmente
contingente.
Pero en todos los casos se da como tendencia expansiva que
lleva a ampliar la cantidad de sometidos (como ocurre en el colonialismo o la
anexión territorial). O el equivalente de reducir el número de quienes ejercen
el dominio (como en el monopolio y la abolición de la competencia).
Modos uno y otro de alcanzar su expansión por las vías de
multiplicación o de concentración.
(Aristóteles lo explicaba claramente desde una perspectiva
política, al referirse a la posible conversión de las formas puras en formas
impuras de gobierno).
5. Aquiescencia del sometido
Otra de las notas características de la relación de poder la
constituye su aceptación por el sometido.
Es decir que concurren aquí dos voluntades: la de mando y la
de obediencia.
El que manda quiere mandar y el que obedece quiere obedecer.
Las razones que llevan a una convergencia así pueden ser
múltiples.
Desde una elemental mayor fuerza física o de una amenaza con armas (como la que puede ocurrir en ocasión de un delito) hasta la existencia de estructuras económicas, políticas o militares que respalden ciertas situaciones estables, que llevan a mandar y a obedecer.
Esta situación se da en todos los casos con rasgos equiparables, más allá de la magnitud de la proyección. Lo que permite hablar de la unicidad del poder en cualquiera de sus expresiones.
6. Una circunstancia que no puede desestimarse como razón de obediencia es la que, en el poder político, mando y obediencia suelen ser exaltados ideológicamente.
La afirmación de que en una sociedad reinarían la
inseguridad y el caos en el caso de que no existiera un poder organizado que la
dirigiera y gobernara, orientada desde niveles constantes de publicidad, lleva
a la constitución de un fuerte respaldo superestructural de legitimidad.
Lo mismo sucede (aunque se defina y proyecte desde modos y
consignas diferentes) con el poder económico, empresarial o sindical.
O con muchos otros, en los que su vigencia social se afirma
propagandísticamente.
En cierto momento se incorporan a las convicciones sociales
como naturales e inevitables las ideas de regencia, superioridad o privilegio y
correlativamente, las de acatamiento, obediencia o pobreza y es muy difícil
apartarse de ellas. Su oposición puede llegar a demandar el sacrificio personal
o grupal.
7. Ocurre, sin embargo, que en algún momento histórico, la voluntad de sumisión desaparece y se rompe la convergencia del mando con la obediencia.
Es decir que aquel que obedecía o a quien se le exige
obedecer, no quiera hacerlo o no quiera seguir haciéndolo más.
En ese caso el poder se extingue y se abre paso a un nuevo
tipo de relación: la violencia.
En situaciones así la violencia puede definirse no solo como
la ruptura de un diálogo sino también como levantamiento contra alguna forma de
poder.
Subyace en ella un diálogo que no consigue encontrar los
cauces de su realización, o un poder que ha fracasado.
Muchas veces en la historia una relación de poder exhausta
ha sido determinante de realidades violentas. Como cuando la aquiescencia del
dominado desaparece y el poder político se vuelve insoportable. Las guerras de
la independencia constituyen un ejemplo notable de ello.
Una episodio similar puede darse y ocurre también en el
plano económico y en situaciones circunscriptas a grupos reducidos (familiares,
sociales).
8. Como en el caso del poder la violencia reconoce configuraciones múltiples. Pero, como con el poder, la unicidad de su significado permite identificarla en espacios o contenidos disímiles, más allá de su configuración cuantitativa o cualitativa.
A veces la violencia sucede en dimensiones personales o
geográficas limitadas. Otras veces abarca a todo un pueblo.
También su magnitud puede ser diversa e ir desde un episodio
momentáneo, mínimo, hasta situaciones de extrema gravedad, como ocurre con la
tortura o la guerra.
Se trata siempre de lastimar al otro, de desconocerlo como
persona.
9. Tanto el poder como la violencia conforman un orden.
Un orden de contenidos distintos y hasta opuestos a los del
amor y el respeto.
Pero desde una perspectiva formal llevan a que las personas
se avengan a sus respectivos lineamientos estructurales (mando y obediencia en
un caso, daño y destrucción en el otro).
10. Cabe señalar sin embargo, en lo que atañe a la violencia, su imposibilidad de mantenerse como orden estable.
La destrucción del otro que conlleva termina toda relación,
la ciñe por eso mismo a su propia dilución.
Concluida la faz violenta las sociedades recuperan el
diálogo perdido. O vuelven a una anterior sumisión al poder.